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domingo, 28 de noviembre de 2010

Textos inconclusos

No soy tampoco escritor
pero me ayudó enormemente durante años,
sobre todo en la adolescencia,
escribir lo que soñaba...

y poco a poco de sueños he ido llenando mi alma




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Un Gitano Negro

Enfrente tenía la cara de Joao mostrando en sus ojos hundidos una mezcla de alegría mientras miraban fijos a los míos.

-Tierra. - Dijo, y al instante me froté el rostro despabilándome de un profundo sueño. De un salto me agarré a las barras del techo por el que se colaba la débil luz de un nuevo atardecer, como arañazos entre las tablas, y entre una sinfonía del graznido de gaviotas nos abrazamos en la penumbra después de tantas penurias. Al fin parece que se detenía el barco.

Recogimos el botín y organizamos un poco el desorden que habíamos montado allí abajo. Escondidos como ratas aguardamos a la noche para tratar de salir sin ser vistos, aunque eso de salir no depende ciertamente de nosotros. Somos sardinas enlatadas. Seguimos atrapados.
Son las últimas horas, los últimos minutos que se hacen eternos y el propio silencio en la bodega aún más amargo por todo lo que había dejado atrás.

Igual que en una ventana vi pasar escenas de este camino. El asesinato de mis padres a manos de los camisas grises, los nacionales en las calles, cuando vendí la guitarra de mi abuelo a un mal precio para salir del pueblo, la casa ardiendo por obra de mis propias manos antes de los saqueos, los caminos de noche hasta Huelva y el miedo de que por las noches todo Doñana también se alzara en llamas. Los robos en la tarde y las noches escondido en bares de los muelles hasta el día mismo en que subimos a este barco.

Un ruido de unas cajas arrastrándose en cubierta rompe  el débil reflejo que es el recuerdo. Aún tengo los ojos clavados en su mirada y él los clava en la mía. Es curioso reír con la persona por la que me veo enjaulado, pero el también sonríe y a mí me basta. Igualmente soy responsable de su cautiverio. Lo demás ya no importa.
Su sangre es igual de pasional que la mía y eso no se mide con palabras. Se cata en los silencios compartidos y que el también duerme con la mano sujetando la navaja del cinto, como buen canastero, y ahora, igual que ratas hambrientas aguardando carroña, tras varias semanas sin ver luz, aguardábamos al lado de la puerta mohosa que nos cierra el paso a la libertad. El que nos abra habrá de caer a punta de navaja.

La mano tiembla sobre el mango al ritmo que unos pasos se dejan oír bajando la escalera del otro lado tronando como un tambor. Noto el latido del corazón en cada una de las venas, hasta bajo las uñas. El sudor brota, pero al igual que este enorme cascarón flotante una parte de mi se ha vuelto de metal y madera.
Los pasos se oyen más cerca. Pego la espalda a la pared como salamanquesa en una última mirada a Joao antes de arremeter sobre la presa, mientras un inconfundible manojo de llaves suena delator muy cerca. Los segundos parecen congelarse por un sudor frío de nervios. La llave entra en su lugar, mi mochila también en el suyo, bien ceñida a la espalda con los pocos trastos que me quedan y el precioso dinero del saqueo para disfrutarlo en un sueño a cielo abierto tras semanas de cautiverio.

Ciertamente la cerradura ha hecho diana y la enorme plancha se abre al ritmo que se alzan nuestros cuchillos en la penumbra, cuando de repente ocurrió algo que ninguno esperábamos. Una figura femenina pasó a nuestro lado sin vernos frotándose los ojos mientras se acostumbra a la oscuridad ayudada de una linterna.
Una mujer negra como la misma noche y alta por encima de mi cabeza marcha recta al fondo de la bodega. Nos quedamos helados en nuestra postura.
Yo nunca había visto a una mujer negra. De todos modos parece que no soy el único que no mataría a una mujer aunque el precio sea la propia libertad.

Las escaleras estaban libres y nuestros cuchillos limpios. En el momento que advirtiese el desorden de latas abiertas y maletas rotas buscaría responsables y no le daría oportunidad a encontrar semejante cosa.
Como gatos tras un ratón por los peldaños que subimos de tres en tres torcimos en dos recodos sintiendo cada vez más pura la brisa marinera. Un sonido lejano de máquinas se coló por uno de los ojos de buey e incluso creí distinguir en la distancia un claxon de lo que supuse era un coche. Enseguida pensé en robarlo para salir rápido de aquel puerto o donde quiera que estemos.

Llegamos a la barandilla de cubierta sin toparnos con nadie y el paisaje que encontré no podía ser más impresionante. Un atardecer de tenues haces anaranjados cubre como una manta toda la bahía con un fondo de rojos que jamás olvidaré.

El puerto es inmenso, como ninguno que haya visto antes. Un sonido de zambullida bajo mis pies me sacó del trance maravilloso en que me encontraba, libre de nuevo, con lo que eso significa para cualquiera, mientras Joao nada estilo “perro” rumbo al muelle.
Pasos de una multitud se escuchan provenientes de algún lugar al otro lado del barco mientras otros venían acalorados por las mismas escaleras que nos regalaron el cielo. Sabía quien era.

Metí la mano en la mochila encontrando el preciado regalo de mi abuela, pero ese no era el regalo que busco. Dejé unos billetes en el último peldaño y corrí a proa donde una maroma enorme hacía de puente para esta rata. Por ella me descolgué sin mucho tiempo para gozar la tierra firme, no pude besar el suelo aunque pocas cosas deseaba más en ese instante. Unos enormes cajones como camiones apilados descansan por millones en calles infinitas como un laberinto perfecto donde recomponerme.

Antes de perderme en sus túneles volví la vista un instante a ver la nave que me ha traído aquí, donde quiera que esté, y el increíble atardecer. En la baranda del barco me parece ver una oscura figura asomando que busca en el horizonte. Me despedí de ella y eché a correr.


La humedad en este lugar casi te permitía nadar en el aire, apenas se puede respirar en carrera. Tengo que pararme con las manos en las rodillas al extremo de cada una de estas calles sin ventanas antes de seguir corriendo en línea recta por este mar de inmensos cajones de metal.
Parece que en esta zona no hay mucha actividad laboral, solo una grúa enorme con un foco surca el cielo como el brazo de un cíclope que agarra cajas de un lado para otro.

La carrera muestra su fin en una reja casi tan alta como sus calles. A pocos metros de donde estoy una vía de acceso parece rodear el puerto muriendo en un paso con un gran cartel en el que se lee; “Puerto nacional de La Guaira”.
No tengo ni la más remota idea de donde estoy. Por el tiempo de encierro marino puedo estar casi en cualquier lado del mundo y lo único que tengo de referencia es esa chica negra, que sin saberlo se libró de convertirse en pincho moruno, y este cartel de “ La Guaira”.
Tengo que salir de aquí cuanto antes. Refugio puedo encontrarlo en los montes que me rodean tras la valla y ya habría tiempo de enterarme de donde estoy, que por ahora soy el hombre más rico del mundo pudiendo correr al borde de la noche.

Tomé aire, calcé bien la mochila en bandolera y asegurándome que no hay nadie cruzo los metros descubiertos entre los cajones gigantes y la valla, que resultó ser un coladero lleno de huecos. Había partes donde apenas se sostienen las barras. Pasé al otro lado sin dificultad teniendo bajo mis pies aquella carretera de tierra que a saber dios donde daría. Dirigí los pasos al cartel.
Me vi a mí mismo deambulando por aquel camino oscuro que daba la vuelta a aquel enorme complejo marítimo con cientos de cofres enormes apilados salpicados por una anaranjada luz eléctrica. Desde fuera parece un castillo de un tétrico futuro.

El calor sigue agobiando a pesar de la hora que es. Debería refrescar pero parece que aquí eso no funciona. Sigo a la derecha por el camino de la valla sin tener idea de donde iba. Desde el barco no vi casas ni nada parecido a un pueblo que pudiera llamarse Guaira.
Caminé un buen rato por una leve pendiente hasta que el estruendo de un claxon, esta vez realmente cerca me paró los pasos en seco. Unas luces surgieron desde mi espalda proyectando una sombra alargada sobre la superficie de tierra junto a las rejas. Giré lentamente y efectivamente un coche permanecía a unos cuantos metros, con el motor en silencio y del que baja una silueta para colocarse a contraluz justo delante de los faros.

- ¡Vamos Negro!
No lo puedo creer… Es Joao que me roba la idea para tenderme igualmente la mano. Nos reímos a sabiendas del susto que me había dado, nos dimos otro abrazo cordial como a nuestra llegada a puerto y nos largamos de allí en aquella chatarra rodante.
Se mejora el panorama. Tenemos dinero; dólares, un auto en el que dormir al menos esta noche y en el que poder huir hasta que reviente.

- Y bien… “¿dónde le apetece ir, señor?”. - Dijo Joao señorialmente con su marcado acento portugués y otra vez reímos mientras dejamos atrás el inmenso puerto, pero esta vez reímos a lo grande, a carcajada limpia después de tanto silencio en aquella jaula marinera.

Para festejarlo saqué lo poco que quedaba de comer del bolso que por lo menos estaba seco, y fuimos devorando a gusto aquel cacho de pan duro sin dejar caer una miga ni dar tiempo a abrir la lata de atún que nos quedaba.
Más tranquilo y con la panza un poco menos vacía recordé lo que nos llevó a una situación como esa, en la que un barco no pretendido fue nuestra cárcel y salvación, refugio desde hacía tres semanas, más o menos.


Me movía por las noches cuando las patrullas están más dispersas para atravesar Sanlúcar de Barrameda. Un día y medio me tomó atravesar sus playas. Recién llegado a Huelva por los botes del Guadalquivir busque refugio de la matanza nacionalista que se estaba dando en cientos de pueblos de la Andalucía profunda. En mi barrio sacaban por la noche a la gente de la casa y nadie los volvía a ver. Supe de más de un bebé que se llevaron de las madres de la cárcel, donde estaba presa mi hermana y las mujeres no veían más a sus hijos.
Los bares de los muelles, los únicos que no cerraban se convirtieron por la costa en los lugares para enterarse de cómo iba la guerra. A la puerta de uno de esos me encaminaba recién llegado a Palos, cuando un tipo salía de espaldas por la puerta totalmente acojonado.
Tenía pinta de Rho, pero había algo raro en el “primito” . Rápido me pegué a la pared cuando vi el porqué de sus temores.

De frente miraba a un hombre uniformado que salía tras sus pasos. El traje lo tenía manchado, al parecer por alguna bebida que supuestamente le había derramado aquel desgraciado mientras en una bravuconería típica de los fachas amenazaba al tipo que se excusaba con palabras de su tierra.

Aquella guerra me había dejado sin media familia y sin casa por el famoso alzamiento a manos de individuos como ese, y no permitiría que algo así volviese a suceder delante de mis narices de ninguna de las maneras. El bigotudo portugués me vio pegado a la pared junto a la puerta del bar por detrás del lomo del soldado. Este último siguió la mirada del portugués advirtiendo mi presencia.

Seguro el nacional pensó de inmediato que me encontraba acechando para defender al tío este así que no dudó en echar mano a la cartuchera buscando la pistola dispuesto a darme muerte, al tiempo que de algún lugar de la bahía un barco dejó sonar su atronador grito, ronco como un gigante despertando entre las olas.
El portugués estaba más cerca y fue realmente rápido aprovechando que su enemigo había bajado la guardia. Casi no me dio tiempo a sacar la navaja cuando ya caía a mis pies doblado y oculto por su propia capa sin sonido alguno, pues le había cortado la garganta de un solo tajo. Se le quedó la cara blanca como una pared recién encalada mirándome sorprendido de lo que había pasado, incrédulo de lo que acababa de hacer. Un instante después el hombre corría rumbo al muelle llevado por el propio diablo. Allí sólo quedaba aparcado un coche patrulla donde los nacionales nunca viajan solos.

Recién llegado, sin conocer a nadie, con un soldado muerto a mis pies y una patrullera junto al bar donde me hallaba no me parecía la mejor forma de comenzar a hacer migas con los fachas, independientemente del sabido odio que les tienen a los gitanos. Así que también eché a correr siguiendo a pocos pasos al compadre que, de una u otra forma me había salvado la vida, y yo, sin pretenderlo demasiado, probablemente también se la salvé a él.

Mientras corríamos por la arena de la playa buscando refugio en el cercano muelle se oyeron disparos a nuestra espalda, motivo añadido para no dejar de correr, y de nuevo el sonido, esta vez más cerca, de aquel viejo barco que se mostró imponente sobre nuestras cabezas al pasar un muro a pocos metros de las rejas del muelle. Saltó primero el portugués ágilmente. Lo alcancé del otro lado entre un amasijo de toneles que olían fuerte a vino, pilas de cajas y un montón de carga pegado al barco que acababan de descargar. No había nadie cerca.

Parece que vimos lo mismo; un enorme baúl entre la carga al que corrimos directos. Por un instante recuperé el aliento entre los cofres viendo como abrir el escondrijo, aunque por otro lado pensé que es posible que no me hayan visto los gendarmes, así que no tendría porqué esconderme. Ciertamente fue su mano la que lo mató. La mía estaba limpia.
Entonces unos ladridos no tan lejanos como me hubiese gustado se dejaron oír entre el romper de las olas, acercándose, buscando presa.

Como una bomba se me dispararon de nuevo los nervios. Los sabuesos de esas almas oscuras parecían tenerlos adiestrados para encontrar gitanos. Con ellos habían sacado de sus casas, guaridas y escondites a gente de mi barrio para luego dejar que se los comieran para ahorrar balas del fusil. Éramos su juguete y por la cara que también puso el portugués realmente tenía los mismos motivos que yo para temerlos.

De una patada cedió la tapa del gran baúl. Estaba lleno de ropa con algo de espacio para meterse dentro. La ropa parecía bien cara y elegante, pero entonces me preocupó más que la etiqueta los ruidos de voces que de entre los barcos en tierra se acercaron a nosotros.
Dimos un salto dentro y encajamos la tapa cuidadosamente para no quedar atrapados dentro. Los ladridos continuaban alrededor, pero ahí dentro el sonido se amortiguaba entre algodones, sedas y la madera gruesa sin lograr distinguir nada concreto, sólo la acelerada respiración del compañero de celda sumada a la mía.

Unos pasos que parecieron surgir de la nada se pararon en un instante al lado del cofre. Silencio absoluto con los ladridos cada vez más cerca, y de súbito un golpe a la tapa y el resquicio de luz que teníamos se convirtió en la mayor oscuridad y silencio imaginables.
Como un detonador saltó de nuevo el corazón ahogando un grito mientras fuera parecía que un grupo de hombres comenzó a rodear nuestra posición, pero lo poco que hablaban era en un tono realmente amable.
El que llegó primero a la escena nos vería y nos escondió, lo cual le agradeceré siempre pues era eso o ser carne de perro.
El baúl se movió de repente de un lado a otro durante un rato hasta que sentí un golpe contra lo que me pareció finalmente el suelo, y después de un rato indefinible solo se oyó la atronadora bocina del barco repicar varias veces de un modo extraño.

- Parece que nos vamos.
Fue lo primero que le escuché decir en español a Joao, y efectivamente nos fuimos a un lugar lejano del mundo dentro de un baúl en las entrañas de un barco cargado de ropas y vinos.


Pero ahora… ahora mismo estamos dentro de un “flamante” vehículo bien amplio con algunas luces rotas en el salpicadero, cosa que no conocía en los pocos coches que había visto en España, todo un lujo a estas alturas. Además le habíamos hurtado un buen capital al chico listo que pensó que nadie miraría entre sus trajes, aún desperdigados por toda la bodega, para guardar una pequeña fortuna que en estos instantes reposa en nuestros bolsillos y mochilas.

El coche se detuvo repentinamente en mitad de una vía al lado de un cartel de madera. Desde allí, detrás de las colinas por las que serpenteaba el camino trepa el resplandor de lo que sin duda era una gran cuidad.
Joao me mira atónito como si aquel viejo carro no se pudiera tomar el lujo de un descanso “prematuro”. Aproveché la parada para bajar y gozar del ambiente limpio de los pinos y la noche en la que el cielo nos había obsequiado con un banquete de estrellas.
El sonido ronco del motor tratando de arrancar acompaña los faros ahogados del carro lanzando ráfagas intermitentes sobre la vía. Aquel peculiar conductor coincidió con mi deseo de silencio resignándose a abrir la puerta y poner cara de pocos amigos.
Me da igual lo que pudiera pasar por su cabeza. Me siento pleno en una oscuridad de luna nueva. Puedo respirar de nuevo el monte.

De algún lugar me vino un olorcillo fino a madera quemada acomodándose en mi nariz para evocar imágenes de asados, guisos o una buena hoguera que evaporó de un soplo la humedad de mis huesos. Una leve brisa se deja sentir a un costado de la carretera portando consigo una espesa niebla que trepa lentamente lamiendo el suelo y rocas de la colina.
Agudicé los sentidos y casi podía masticar la madera crujiente entre las llamas. Al parecer Joao ha encontrado el mismo rastro, sin dudar en que lleguemos a un lugar calentito donde refugiarnos también alza el morro buscando rastro.
Acostumbrados los ojos a la oscuridad distinguí el cartel junto al que nos habíamos detenido. La madera carcomida muestra unas letras apenas distinguibles en las que se lee “Cardek”.
Decidimos volver unos metros bajando por la carretera donde creímos ver un camino al valle con otro cartel semejante.

La verdad es muy agradable estar con alguien con quien no necesitas hablar apenas nada para estar de acuerdo o mandarlo a paseo, cosa que aún no había sido necesaria.

El otro cartel luce las mismas seis letras y era efectivamente la entrada de un camino ancho poco transitado por el que nos metimos sin mediar palabra. Bajamos serpenteando el valle poco a poco y en una de sus curvas pudimos ver una pequeña columna de humo que se difuminaba de entre unos árboles hasta nuestros huesos. La neblina serpentea los arbustos bajos del valle.
Espero que junto al fuego tengamos una oportunidad de descanso, al menos por unas horas. Imagino como será la persona responsable de la lumbre. Sueño con caldo caliente o un trozo de carne mientras llegamos al desvío donde hallamos un tercer cartel idéntico a los otros, con las mismas letras extrañas; “Cardek”.

No había visto una sola casa desde que salimos del puerto, aquel lugar montañoso sufría una despoblación considerable.
Mi costumbre era vivir en un ambiente de casas vivas, calles sonoras y jaleo hasta largas horas de la noche, al menos durante los años en los que no se hablaba tanto de frente de batalla ni campos de concentración.

Solía tomar copas en un tabanco con un viejo que aseguraba haberse largado “hace unos días” de un campo de concentración, en no sé que lugar de Extremadura, mientras me hacía olvidar con sus dolores la extrema suerte de poder comer entre tanto hambre. Igualmente él escuchaba atento mis menudencias y las cosas que hacía dentro de la viña, donde me prohibían arrimar el hombro a no ser por una fotografía en la que posaba aparentemente labriego con los amigos.
Al ritmo de guitarras y tabaco se lapidaba el sentido mismo de la palabra “bohemia”.
Así entre bailes, ferias ambulantes, borracheras y caballos nos ahogó la guerra.

- Qué es eso. - Farfulló en su acento mi compadre sacándome de un vaso doble de melancolía. Alzo la vista que tenía clavada en la punta de las botas para contemplar algo curioso.
Al fondo, al lado de una casa de madera una hoguera reunía a un grupo de personas sentadas alrededor del fuego. Estaban quietos como estatuas.
Miré a Joao sin entender que le había sorprendido de esas gentes pero él continúa con la vista escudriñando la escena en busca de respuestas cuando yo apenas veía pregunta alguna.
Volví a mirar las figuras y comencé a entender el esperpento. Todos están sentados alrededor del fuego dándole la espalda. Pero había algo más. Tenían todos los ojos cerrados y un ambiente añejo parece llevarme a otro tiempo, otro espacio.
Nos miramos mutuamente sin saber que hacer observándonos las pintas andrajosas que llevamos mientras evaluaba las circunstancias.

Habíamos robado el coche, que con suerte, encontraran al final de esta noche en la calzada, pensaran lógicamente que fueron los mismos polizones que desbarataron la bodega y desvalijaron el pequeño cofre lleno de dólares de algún acaudalado señor, por lo que mañana por la mañana todo esto estará lleno de policías sedientos de venganza legal. Está claro. Realmente eran desesperadas.

Ceñí bien la “chirla” al cinto y la mochila a la espalda para adentrarnos en la línea de luz visible de la hoguera no sin algo de desconcierto por lo inusual y peculiar de la situación. Aunque cierto es que llevaba días, semanas, meses en realidad sin ver nada que fuese normal esto era lo que gana el premio gordo, sin duda.
Aun a pocos metros de la lumbre trato de ser lo más sigiloso posible, notando apenas el calor en mi rostro, y el contraluz que solo permitía ver siluetas recortadas, sombras largas por el suelo y perfiles de narices chatas.
Imagine sus edades por los tamaños de los cuerpos, pero ni siquiera era capaz de saber cuanta gente hay reunida en esta especie de cultura rara o secta bien curiosa. Es curioso pero siento que me miran de todos lados a pesar de que ninguno de los presentes se ha movido.

  • ¡Hola! Buenas noches. - Dije al fin, para que un mar de ojos se girasen hacia nosotros dos. Tal vez no entendieron lo que les dije, pues no les cambio el semblante lo mas mínimo.
  • Hellow!- Es cierto que en el comercio con bodegueros ingleses no aprendí demasiado de su idioma, pero si lo justo como para ser cortes sin resultar torpe. Pero ahora me siento igualmente estúpido diciendo algo en ingles en un país cuya lengua podía ser cualquiera.

Reaccionaron al fin. Comenzaron a levantarse como si hubiesen visto un fantasma, y la verdad es que estamos cadavéricos y agotados, andrajosos y totalmente desorientados. Los rostros de aquellos tenían una expresión desde la sorpresa a algo cercano al pánico. Algunos comenzaron a levantarse.

- Necesitamos un sitio donde calentarnos. - Dijo Joao. Pocos segundos después estábamos rodeados de gente blanca y negra, que parecen no creer en nuestra presencia. De ellos me llamo la atención una anciana negra y canosa que guardaba cierta distancia de respeto con relación al resto. Un joven también negro se le acerco para decirle algo al oído, para marcharse luego entre la espesura de las ramas monte arriba, mientras la anciana seguía sin quitarme el ojo de encima.
Por alguna razón siento cierta familiaridad. Había en ella una serenidad diferente. Una leve sonrisa en las comisuras agrietadas por los años. Cualquier idea de tomar el calor del fuego por la fuerza había caído en el más profundo de los olvidos.

  • Venir a sentaros con nosotros. - Dijo la aterciopelada voz de la anciana sin apartar la mirada de la mía.
  • Gracias. - Dije al tiempo que el portugués pregunto.
  • ¿Podrían decirnos donde estamos?
Las personas de la reunión se miraron sorprendidas entre ellas, para devolvernos de nuevo su atención.
  • Esto no es España, ¿verdad? - Añadí sonriendo.
  • Estamos a unos quince kilómetros a las afueras de Caracas.- Comentó alguno de los allí presentes.

"¿Caracas?" Pensé mirando a Joao con la misma cara de sorpresa que él.
- Bienvenidos a Venezuela.



















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En un rato estábamos calentándonos al fuego plácidamente narrándoles la rocambolesca historia de porque llegamos allí, la huida del bar en Huelva, el encierro en alta mar, la evolución de la guerra en la república española y lo duro que pegaba el hambre allá. No nos interrumpieron un solo instante.
Agradecimos innumerables veces la calidez de la acogida y el caldo que prepararon en un instante. Nunca soñé me pudiese saber tan rico, agua cebolla y algo mas que buceaba troceado por el fondo. El calor de la hoguera era el premio digno de un rey en aquel momento.
Ninguno de los comensales nos quitaba ojo. Mientras sorbía la sopa sin apenas soplar motivado por el hambre me daba la sensación de que esperaban algo de nosotros. Me es difícil describir lo que me pasa por la cabeza, las sensaciones que tengo junto a ellos, pero creo que por alguna razón esperaban nuestra llegada.

El crujir de la graba en el camino de entrada delató la presencia de nuestro coche que llagaba lentamente por la cuesta con el motor apagado. Lo aparcaron bajo un enorme árbol del que bajó el chico que hace un rato se esfumó en el bosque, lo que me dejó trastornado pues el no había llegado a escuchar nuestra historia, siquiera llegamos a comentar lo del coche en abandono cuando el ya se había perdido entre los árboles. Me quedé en silencio con el tazón humeante entre las manos observando como se acercaba el joven.

- Perdonen mi curiosidad, - Irrumpió Joao. - pero, qué hacían de espaldas al fuego.
La viejita se puso cómoda en su sitio. El resto la imitó aguardando poco menos que el sermón de la montaña.
- Esta es una historia larga. - Volvió a dejarse sentir aquella voz que no había perdido para nada la dulzura y gracia de la juventud. - Pero básicamente lo que hacemos es rezar.

Nunca había oído hablar de una ceremonia así, aunque todos los gitanos nos reunimos junto al fuego para celebrar sencillamente que estamos vivos. Pero aquí había blancos y negros auténticos en una reunión insólita. Esta es la segunda vez que veo un negro de frente, aunque a la chica del barco más bien la vi pasar de largo, y sé que se me notaba una curiosidad infantil en la que miraba fijo sus cuerpos buscando diferencias e igualdades.
Me siento incómodo por este infantilismo, del que surge delator unos nervios raros, pero igualmente no quiero reprimirlo. De todos modos es pura curiosidad, de ninguna manera quiero ofender y creo que eso trasciende. Como un niño al que le aprietan los zapatos nuevos.
Creo que mi cara refleja todo el desconcierto del que se pierde en su propia habitación, y la anciana lo supo leer a la perfección en su cautelosa observación, pero no le dio la menor importancia.

  • Nuestras oraciones no entienden de grupo social o de religiones.- Dijo la anciana que parece adivinar lo que pasa por mi mente.

Y al parecer era cierto. Algunos de los blancos presentes parecen tener un buen nivel de vida, por sus trajes, a diferencia que algunos de los negros cuyos pantalones rasgados lucían manchas en los costados, igual que en las camisas blancas, ya que uno de los chicos de color, bien grandote, no llevaba nada encima. Éste era mulato, creo.

  • Oramos por muchos que están presentes y por otros que ya no están con nosotros. - Siguió la anciana.
  • ¿Acaso hablan con los muertos?- Intervino Joao.
  • No hijo. La mayoría de los muertos descansan en sus tumbas, en apropiadas sepulturas, para tranquilidad de los vivos. - La anciana hizo una pausa. - Pero no todos llegan a ese descanso. Es entonces que su alma necesita de la oración de los vivos. Aquí es donde intervenimos gente como nosotros con la mejor intención del mundo. Primero rezamos a “diosito” y luego escuchamos a quien quiera “hablar”.

A decir verdad esta explicación no me pillaba del todo por sorpresa. Mi abuela, Tula, con la que no viví demasiado, tenía amigos muy raros en su casa cuando le hacíamos una visita sorpresa en Bornos, en mitad del campo, y se molestaba mucho por no avisar, pero igual se le pasaba enseguida.
Mi madre decía que no creía mucho en las cartas de su madre, cartas que nunca llegué a leer, pero en sus sabios escritos se debían apoyar porque cuando llegábamos rapidito le preguntaba por esas letras.

Conforme crecí recordaba mejor los extraños amigos que a veces llegaban a hacer cola en el patio para verla, y me pregunté en más de una ocasión que hacía tanta gente allí. Esos grupos los relacioné con las escrituras de las que alguna vez escuché comentar algo a mi madre. Llegué a pensar que las escribían entre todos como acuerdos de los clanes de la provincia y los pueblos. Algunas tradiciones nunca llegaron a mis oídos.

Después de su muerte soñé bastante con ella, la echaba de menos. Fue poco antes de estallar la guerra. Cuando los nacionales tomaron Jerez mi madre me dio el paquete de mi mochila. El mismito día. Me dijo que pertenecían a Tula y ella quería que un día yo las tuviese. Nunca quise ver el contenido.
Supuse eran algunos de esos escritos de sus reuniones en las que quizás también hablaban de sus cosas, pero nunca pude mirarlas. Las persecuciones callejeras atormentaron esos días rojos.
Ahora mismo parece que estuviesen latiendo en el fondo de la mochila donde descansa semejante regalo.

Al parecer a Joao tampoco le parecían del todo ajenas las palabras de aquella mujer por la serenidad de su rostro, o acaso era increíblemente educado con quien le invitaba a sopa…

- Cuéntanos más, por favor. - Pidió sereno.
- De acuerdo, pero antes me gustaría saber vuestros nombres. - Comentó sonriente la anciana.
- Es cierto. Hemos hablado del viaje pero se nos olvidó lo primero. Mi nombre es Joao da Poulinho Ríos. Y este es Negro.

Algunos se quedaron sorprendidos o sonrientes mirándome, sobre todo los de piel más oscura, pero nadie se ofendió. Igualmente antes me había quedado mirando a aquella gente.

- En mi familia todos me llaman “Negro”. Es mi nombre.
  • Gracias. - Dijo la anciana y sin inmutarse continuó con sus explicaciones. Nadie más dijo su nombre.

  • Normalmente vienen algunas personas a lo largo del año a hablar con sus seres queridos que se fueron, pero esta noche es especial. Nunca vienen tantos. No el mismo día. Acabábamos de comenzar el rezo cuando al poco rato aparecisteis vosotros dos. Como espíritus materializados en carne y hueso. Tiene gracia. ¡Me asusté!

El comentario de la anciana hizo sonreír al auditorio.

- Hoy nos hemos reunido mi familia y estos amigos - dijo señalando a las cuatro personas allí presentes para “pedir” algo a las fuerzas puras. Algo que no suelo hacer, pero que iba a realizar esta noche por mi cuenta hasta que comenzasteis a aparecer todos. Solicitaremos democracia justa en esta tierra, pedimos el retorno de los políticos liberales en el exilio, fracaso para las dictaduras de todo tipo. Esta noche pediremos consejo al otro mundo y con algo de suerte tendremos alguna respuesta.

El corazón me dio en el pecho un salto de miles de kilómetros a las palabras de la anciana, recordando que la tierra donde nací está sumida en la miseria más cruel.

- Rezaré con vosotros. - Dije sin pensarlo dos veces.
- De acuerdo - dijo la anciana- ¿y usted, señor Da Souza?
- Si no les importa observaré tumbado en eso bajo el tejadillo. - Se refería a una tela que colgaba en la pared del porche mientras se dirigía hacia allá.
-     De acuerdo. Pues si les parece retomaremos la sesión.
-     Siento la interrupción de antes. - Dije mientras tomamos posiciones junto al fuego.
-     No te preocupes Negro. - Comentó picaresca la anciana. - Os estábamos esperando. - Y me guiñó un ojo antes de sumirse en una profunda reflexión.
Estas últimas palabras me abandonaron en un nuevo mar de dudas y desconcierto, pero apenas pude balbucear nada cuando ya todos aguardaban a que tomara asiento y un murmullo inaudible salía de los labios de la vieja. Ocupé mi lugar en el círculo medio sonámbulo por la carga de preguntas que anidaron en los hombros, pero la tranquilidad comenzó a crecer a medida que respiraba pausado con los ojos cerrados.

En algún lugar de aquellos montes lo que parecía un lobo aulló en una queja infinita. Los pelos se me erizaron pero mantuve la calma. Los murmullos de la anciana se confunden con el crepitar y el calor de las llamas, pero aguzando el oído comenzaron a entenderse algunas palabras de la señora como “gracias, castillo, negro” y una de la que desconozco el significado pero que ya se me hacía familiar; “Cardek”.
Al poco rato se llegaban a oír unos sonidos cada vez más cercanos al fuego. Volví a sentirme observado como cuando entramos al patio de la casa. De pronto un golpe como contra una madera o un leño, y luego otro, y otros más siguieron al primero, a intervalos, comenzaron a sonar por alguna parte cerca de nosotros.
Entonces empecé a rezar profundamente, con fuerza, con fervor tratando de apartar el pánico, pero sin atrever a mover un centímetro de mi cuerpo más que para respirar, cosa que hacía con sumo cuidado.
Lo que formula la anciana parecen preguntas. Tras alguna de ellas se oían los golpes, o los eternos silencios, que llegaban a parecerme más preocupantes.
Ahora me pregunto como he llegado a meterme en semejante escena, si lo pienso a veces mi boca es demasiado grande. Así partir de ahora me plantearé el alquilarla como garaje.

  El frío se acercó a mi piel de un modo en que los vellos parecen agujas arañando la camisa. Estaba seguro de que aquella vieja había conseguido algo que siempre me pareció lejano, casi imposible. A mi juicio había dejado claro que no estamos solos.

Sólo tenía unos diez años cuando mi abuela dejó nuestra casa y se fue a vivir a la sierra, no tengo claro porqué, pero solían discutir por los amigos que venían a verla y con los que se pasaba largas horas encerrada en su habitación hasta que se iban.
Era típico encontrase a alguien saliendo del servicio, que no sabías de donde había salido y otro abriendo la puerta de tu casa tan tranquilo, como si fuera la suya propia, pero terminé acostumbrándome. Lo que sí me costó trabajo digerir fue su ausencia.
 
La abuela Tula era una mujer capaz de hacer agradable cualquier ambiente por muy lluviosa que fuera la tarde. Hasta en su entierro la gente estaba relativamente calmada. Era especial, de eso no me cabía la menor duda. En el fondo de mi bolso descansa viva su memoria y sus letras.
De todos modos siento que se confirman algunas sensaciones de que algo me ha traído aquí. Volví a tomar aire y comencé a agradecer el estar vivo, seco y con comida en la panza. Así pasé los minutos hasta que perdí totalmente la noción del tiempo.



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En algún momento alguien puso una mano en mi hombro y abrí los ojos espantado. Era el joven que bajó el coche, sonríe tranquilo. Le devolví la sonrisa cuando mi corazón volvió a su ritmo. Apenas puedo enfocar bien su rostro moreno en la sombra de este despertar de conciencia.
-     Muchas gracias Negro. - Dijo el chico. Me tomó unos segundos volver en mí, estoy cansado y pesado más de lo creíble. Siento que acabo de jugar diez partidos de fútbol. Me duele la cabeza y siento el estómago como si hubiese vomitado. Podían haber pasado horas enteras, quien sabe… nunca había estado en una situación de evasión semejante.
Miré a Joao roncando a pierna suelta en la tela colgante de un gancho y un poste. Alrededor otros del grupo de oración se acercan a mi lado con curiosidad. Aumentaba la extrañeza general.

Trato de incorporarme no sin cierta dificultad. El joven me tiende una mano. Huele diferente alrededor. Tal vez se me haya saturado la napia de tanto humo rondando por la espalda.
Estoy de pie como un flan, las piernas no me responden y El joven me aupa con un solo brazo para ayudarme a mantener el equilibrio.

-     Qué ha pasado. - Pregunto mientras trato de acercarme a la casa junto al sigiloso chico del coche. El grupo nos siguió en procesión pero nadie decía nada. Nos sentamos nuevamente en círculo en el porche al lado de Joao, algunos dentro y otros fuera del tejadillo. Ahora les veo las caras claramente. Entonces fui capaz de contar las escasas siete personas que forman la comitiva… omitiendo al dormilón portugués.
Sólo siete…

Un niño medio rubio, una niña bien morena, una señora bien arreglada, un mulato bajito, el joven que me socorre, la anciana y… ¿un chino?

  • Bueno, - Comenzó a decir la negra señora. - Esta es la primera reunión en esta región del planeta en torno a la idea espiritista del contacto con espíritus, en una abierta intención de comunicación, como ya os dije antes.- En ese momento dirigió una suave sonrisa al roncador y siguió diciendo.

  • Pero esta historia no surgió de ayer mismo, señor Negro. Comenzaron con una serie de sueños inquietantes que tuvo mi hijo aquí presente, al que has utilizado de bastón.
Me impacté un instante por semejante acusación pero es ágil el humor de aquella mujer.

-     En uno de sus sueños una figura oscura frente a un espejo gigante le habló de un gran barco a la deriva, en otro una voz no dejaba de hablar de motores y carreras de autos pero no podía ver al orador. En otro sueño una niña rubia de ojos verdes jugaba con un niño negro en mitad de una cárcel, en otro un fornido hombre metía la cabeza en la boca de un león mientras sostiene un bebé en los brazos… De tal forma eran vividos los sueños que me los contó varias veces para ver si hallábamos algún tipo de relación, pero nada… hasta esta tarde en la que se han ido presentando acá todos ustedes.
-     Creo, - Intervino su hijo. - que ahora si es momento para presentarse. Mi nombre es Joao, como su amigo. Esta señora llamada Sophie es de Francia. Su marido, por desgracia, ha muerto hace unos meses en un accidente automovilístico. Era piloto.
-     En realidad soy de Luxemburgo. - Intervino la señora en un perfecto acento Español.
-     Este pequeño es Dominique. - Dijo refiriéndose al único niño que había presente cuando a mi llegada hubiese jurado haber visto más pequeños junto al fuego…
-     Viene de Estados Unidos donde su papá murió en la cárcel. Aunque sea blanco su papá era negro. 
-     Por eso lo juzgaron, por ser negro. - Añadió el chico de apenas trece años.
-     Esta pequeña perla del caribe se llama Luzía, - Dijo sonriéndole.- que escapó de una cárcel en Brasil, su país natal. El señor de mi derecha - Refiriéndose al oriental. - es Bao Ling. Perdió a su único hijo hace menos de un año en su china natal. Él es domador de leones.
-     ¿Y él? ¿Quién es? - Pregunté atónito señalando al mulato grandote. Nunca ciertamente habría imaginado una historia igual.
-     Cierto, - Dijo Joao a modo de disculpa. - olvidé decirte que en todos los sueños la voz que hablaba siempre era la misma, firme y segura, de un hombre.
-     Me llamo Jorge Marcos. – Sonrió. - Soy cuenta cuentos.
-     ¡Joder! ¿Y se puede saber que pinto yo en todo esto? - Dije casi a gritos. Unos ronquidos un poco más fuerte se escucharon a nuestra espalda. No entiendo nada… o no soy capaz de entender. Se hizo el silencio y me sentí juzgado más que por la mirada de los nacionales antes de corretearte por las calles del barrio. Todos guardan silencio. Parece que esperan algo igualmente, pero soy yo quien quiere respuestas.
-     ¿Alguien me va a contar que coño pinto aquí? Porque vosotros parecéis saber más que yo del tema. - De nuevo los ronquidos algo más fuertes parece que delatan un despertar prematuro, pero unos chasquidos de una boca relamiéndose por el descanso y de nuevo vuelta a los ronquidos habituales, suaves y monótonos como durante la travesía en barco. Los primeros días de encierro me atormentó pensar que por su peculiar forma de dormir nos fuesen a descubrir, pero nadie bajó en todo aquel tiempo hasta que aquella chica nos dio la libertad.
-     Negro. - La voz de la anciana me arrancó de cuajo del balanceo mental del barco y del olor a sal oxidada. - ¿No recuerdas lo que has dicho en el fuego, verdad?
No puedo creerlo. Me habría quedado dormido y estuve hablando en sueños. ¿Me han drogado con hachís o algo parecido?
Entonces el ronquido de Joao de algún modo me tranquilizó. Si hubiesen puesto algo en mi sopa es probable que lo haya visto, y no me siento con sueño. Ya no. Cuando el portugués me dijo que llegamos a tierra estaba dando una cabezada, pero ahora mismo lo que menos tengo es sueño. Me calmé un poco. Aquella anciana me daba confianza. Me recuerda a Tula, mi querida abuela.

  • ¿Dije algo sobre vuestros difuntos?
  • No. - Habló firme Jorge. - Hablaste de los cambios políticos. De lo que en principio la señora quería “hablar” acá. – Algunos de los allí presentes se fijaron en él extrañados.
  • ¿Yo? Hablando de revolución…
  • Sí. Pero no con el mismo tono de voz que tienes ahora, “parse”.
  • Y qué he dicho…
  • Comentaste que en poco tiempo vendrá una democracia verdadera, pero por la que habremos de sudar, tanto como para conseguirla como para mantenerla.
  • Bueno… y qué se supone que vamos a hacer un par de críos, dos gitanos, un cuenta cuentos y un domador de leones… Chino… si puede saberse.
  • Nada. - Irrumpió de nuevo la voz suave de la anciana. - Tan sólo compartir lo que sabemos para sembrar la esperanza en los corazones del pueblo venezolano. Por cierto, como vosotros también olvidé presentarme junto a los otros… Soy María.
Busqué alrededor de la hoguera donde se calentó hace un rato nuestra sopa, imposible saber hace cuanto. Miré a los lados perfilando los límites de aquella casa de madera, en cuya pared descansa una bicicleta bien grande y más al fondo, bajo el gran árbol lo que reconocí como otro coche bien resplandeciente, elegante al lado de nuestra chatarra.

-     Creo…- Alcancé a decir. - creo que necesito descansar.
  • Claro Negro. La casa no es muy grande, pero estoy segura de que nos acomodaremos bien todos. - Comentó con aquella sonrisa que apaciguaba tempestades. Así que al parecer hablé de cambios políticos… ojalá hubiesen sido referidos a mi país…

-     Traeré mantas del auto.- Dijo Sophie marchando al árbol con Luzía pegada a su falda. Le tendió la mano como si fuese su propia hija mientras la hoguera proyectaba sus sombras aumentadas sobre las paredes de la casa.
-     De acuerdo, descansaremos… - Dijo Jorge. - pero creo que su amigo me ha quitado la hamaca.
Es bonachón este tipo. Sonríe irónico mientras entra en la casa. No tiene intención alguna de quitarle su tela colgante al pobre Joao. María en el interior de la sala preparó rápida dos lechos de paja más con unas mantas encima a modo de colchón. Todo un lujo después de haber lamido el frío suelo de un barco cada noche durante casi un mes.

Al parecer sólo contaban con seis invitados para los cuatro sueños. El salón también era sencillo como el exterior aparentaba, muy humilde pero bien acogedora. Dispersos por la pared hay dibujos, figurillas, restos d develas sobre alacenas y la mesa y un único candil que quedó aguardando en manos de María a que la señora Sophie y a la jovencita llagaran con sus mantas antes de desaparecer junto con su hijo por una de las puertas y dejarnos a oscuras.

Nadie se molestó en cerrar la puerta que hasta donde mi conciencia llegó recuerda un suave y armónico repiqueteo contra el marco llevada por una brisa leve. Primero uno suave, luego uno más fuerte y a los pocos golpecitos más me sumí en uno de los sueños más profundos que haya podido tener al menos en los últimos diez meses.

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2º día en Venezuela.
Desperté poco a poco, apacible, saboreando el mullidito colchón que recogía este cuerpo en un arrullo de bebe. Me siento protegido.

Todavía sin abrir los ojos comencé a recordar el sueño de esa noche.
Caminé por un monte acompañado de diversos seres extraños a los que me resulta difícil definirles con una forma concreta. Eran de mediano tamaño, no más altos que mi cintura, humanoides cambiantes y en cierta forma, traslúcidos.
Con ellos subí una loma donde se materializo salido de la nada el cuerpo de mi hermano Carlos.

Allí subidos, desde esa parte alta del monte una ciudad enorme se extendía a nuestros pies. Recuerdo que veníamos huyendo de algo... que se manifestó poco a poco en el suelo con temblores y luego en el cielo con una gran luz cada vez más brillante.
Cierto... habíamos subido allá arriba para ver como un enorme cometa chocaba directo con la tierra.
Lo último que tengo en mente de ese sueño es despedirme de mi hermano refugiados tras una roca.
- ¿Quién quiere un cafecito..? - Escuche una voz femenina con acento extranjero notable al decir "cafecito". Salí del trance onírico alentado por un buen café y un poco extrañado. El sueño, a pesar de lo catastrófico no me parece desagradable. Me incorpore a ver quien ronda por allí. La sala tiene la claridad del amanecer por la que se movía alegremente la señora Sophie junto a la joven negrita... cual era su nombre...
Los que dormimos allí también comenzaron a levantarse como muertos vivientes alargando sus manos hacia unas humeantes tazas abolladas, ofrecidas con gran galantería y una sonrisa amplia. Sobre todo a manos de la dama.
- ¿Un café señor negro?
Cogí la taza mirándola a los ojos. Es más joven de lo que me pareció anoche. Y bien guapa…
- Gracias, thank you... - Respondí distraído por las imágenes que aun tenia latentes del sueño. Quede mirando perdido el fondo oscuro perdido en aquel olor inconfundible. Nade entre los dibujos que el vapor crea caprichoso y armónico mientras escapa por sus bordes. Fui agotando poco a poco su contenido, a pequeños sorbos, mezclando el sueño todavía presente y la extraña noche de ayer.

En eso se abrió la puerta por la que anoche desaparecieron Joao y las señoras de la casa por la que aparece el domador con su larga y fina trenza con cara de preocupación. Tiene también asida entre ambas manos una de las humeantes tazas, dentro de la cual él parece igualmente ausente.

Eche otro vistazo a la habitación mientras apuraba el amargo contenido. Había una mesita rústica pegada a la pared, un par de troncos a modo de asientos y una superficie de suelo bastante grande ocupada en gran parte por las camas de paja donde descansamos el niño, el domador Chino y Jorge. Este toma asiento a mi lado mientras el hijo de la anciana asoma por la misma puerta de la que salió el oriental haciéndome una señal para que lo acompañe. Miro al Señor Bao Ling que se percato de la situación. Sonríe levemente de forma afirmativa dejando un momento a un lado su agotamiento mental.
Pase junto a Joao que se quedo mirándome desde el marco de la puerta sonriente. Es la habitación de la anciana en la que descansa reclinada en la cabecera de su lecho. No se puede imaginar desde fuera este lugar, todo lleno de libros, estanterías repletas, un escritorio y una cama que puede considerarse de lujo teniendo en cuenta el resto de la casa.
Un espejo enorme descansaba en la puerta de un armario aun mayor justo al lado de la única ventana. Las gruesas cortinas de arpillera a media altura filtran la luz suave de la mañana. En el cuarto hay un aroma flotando dulce, como de flores. Di unos pasos quedándome a los pies de la cama. La puerta se cerró detrás de mí. Estamos solos.
- Acérquese señor Negro. Quiero hablar con usted.
No sé que hora podía ser pero la escasa luz se cuela horizontal por la ventana y rendijas de las paredes. En una repisa una vela aún aguanta encendida de lo que parece haber sido una larga noche, arrojando un tono naranja pera hacer más tibio el clima de la sala, en su mayoría a oscuras. Dejé mi taza en la mesita de noche junto a la suya y me acomodé.

  • Me gustaría que veas a alguien. Espero que puedas llegar al norte de Colombia para encontrarte con ella. Vive en la sierra de Santa Marta donde podrás quedarte el tiempo que necesites. Se trata de mi hermana.
  • Eres muy amable María. Ojalá pueda recompensarte. Tengo algo de dinero si necesitas. Se lo robe a un hombre rico, así que no creo que te importe tanto.

Ignoro por completo porque le di tantas explicaciones pero sentí que debía decírselo.

- ¿Crees que me importa si el dinero es robado? ¿Porque piensas eso señor Negro?
- Pues, - comencé a decir dubitativo. - usted me recuerda a mi abuela. Ella jamás aceptó nada robado.
Entonces el rostro de María agudizó su interés.
  • Háblame de ella, por favor.- Se puso cómoda entre sus almohadas, y frunció el ceño dispuesta a analizar cada uno de mis gestos.
  • No la trate mucho. - Empecé a decir - Murió cuando era pequeño, cuando tenia trece años creo.
  • ¿Y no te dio algo tu abuela..? Anoche dijo que nunca lo usaste.

¿Cómo puede saber eso? Mi cara muestra una definición perfecta de la palabra "sorpresa", aunque en estos días me estaba vacunando contra ellas a un ritmo acelerado, pero siempre la siguiente era mayor. Parece que realmente esta señora habla con los difuntos, o con sus espíritus. 
  • ¿Que te dio tu abuela, hijo?

Es cierto. Nunca abrí aquel paquete, ni las llegue a echar en falta, ni me acorde de ellas después que me las entrego mi madre. Aquellos pocos días antes de salir corriendo estuvieron cogiendo polvo en un desván, como todo en aquella habitación, y a pesar de eso fue lo primero y único que cogí al salir corriendo de la casa.

  • Creo que son escritos, leyes gitanas, acuerdos...
  • ¿Y nunca te has preguntado que tienen escrito..? - Parece que habla con cierto tono de ironía... Sonríe pícaramente, pero dulce.
De nuevo, en el fondo de mi mochila, a la que pocas veces le quito ojo, comencé a sentir una corazonada como ayer noche, como si un corazón me llamara. Metí la mano en la mochila y agarre el paquete. Apenas si recordaba su forma, como una caja alargada poco más grande que mi mano. Lo contemple un instante como si fuese mi regalo de cumpleaños.
Aquel papel viejo tiene un tacto rugoso y agradable, amarillo y apolillado por los años, envolvía de repente un misterio del que estoy seguro María sabe algo.
Quite con cuidado el envoltorio y un paquete de cartón coloreado apareció ante mis ojos.

  • Me equivoque señora María, son naipes... Una baraja de Tarot.
  • ¡Ja, ja, ja, ja, ja..! Lo suponía, hijo, lo suponía. Tu abuela era una señora muy suya... ¡No le gustaba escribir!

Eso también era cierto. De hecho ella no sabía más que escribir su nombre, según recuerdo. Odiaba las letras pero solía decir orgullosa que a un antepasado suyo le enseño a escribir, nada mas y nada menos que Miguel de Cervantes. Quien sabe si fuese cierto.

  • ¿Quiere usted decir que conoció a Tula?
  • En realidad no. Nunca la vi en persona, pero ella a mí creo que sí. Se me aparecía en sueños y me contaba muchas cosas  interesantes. Pero quiero que te sientes, por favor. - Y dando un par de palmaditas a la colcha me acerque a su vera.

La cama es realmente cómoda. Quede pensativo mirando las mantas con la baraja en la diestra, pasando la palma por las arrugas,  jugando con las pelusas de lana, haciéndolas bolitas con las yemas de los dedos. Finalmente le pregunté.

  • María, cómo empezaron estas reuniones. Lo de los espíritus y eso de que vengan a visitarla gente que no conoce en sueños... y también extraños como todos nosotros la noche de ayer...
  • Bueno, ya te conté un poco ayer, pero creo que antes te hablare de mis raíces.

Ahora soy yo el que se acomoda en la cama para prestar atención.
  • Nací hace mucho, - volvió a sonreír coqueta ocultando pretenciosamente su edad.- en un país muy rico, con tierras inmensas de frondosos pastos y árboles que se levantan como gigantes en la sabana. Viví mis primeros años de juventud rodeada por la "mama pacha", como dicen acá, por la madre naturaleza más pura que puedas imaginar, entre tradiciones ancestrales dirigidas a la tierra, horizontes amplios hasta donde tu vista alcance y las estrellas de la noche y del diario Sol. Hasta que un día aquella tranquilidad se acabó. – Tomó un sorbo de su taza y la dejó de nuevo en su mesita de noche.

Mi mundo cambio cuando un hombre Tutsi me violo, lo que supone una deshonra inmensa para mi pueblo. Nunca dije nada de lo ocurrido a nadie. Así, cuando note que estaba embarazada tuve que huir de mi pueblo.

Camine día y noche hacia el norte tratando de olvidar mi ofensa, sin rumbo fijo, llegando a lugares donde ningún Uthu había llegado antes más que en las leyendas de los ancianos. Sabia reconocer raíces de agua y larvas ricas en fuerza a pesar de mi juventud y de no ser un explorador, supe esquivar la muerte por aquel territorio que era mi casa, mi hogar... pero la gente que me encontró no pensó lo mismo. De una fila de caballos manejados por blancos uno salió rápido a mi encuentro. Se paro y me llevo con el resto y a pesar de sentirme como un trofeo no opuse resistencia. ¡Estaba entretenida porque era la primera vez que veía a hombres volando sobre aquellas raras cebras negras y marrones! - La anciana dejo escuchar una vez más su risa, que termino contagiándome. 

Y también era la primera vez que veía a hombres tan pálidos, ¡Creí que estaban enfermos! Una mujer acerco su montura majestuosa. Se quedo mirando mi vientre y le dijo algo a los demás. - La curiosidad me hizo hablar.
  • ¿Qué le dijo aquella mujer?
  • Con el tiempo lo supe. Ella me lo confeso en su propio idioma cuando lo aprendí; "Esta mujer esta embarazada." – Continuó narrando su historia. - Me montaron en aquel precioso caballo y abandonamos al instante África rumbo a Francia con la señora Madame Plainemaison.

Mas tarde supe que muchos negros como yo no habían corrido la misma suerte que yo, pero solo por una razón aquella mujer me trato con respeto, asistió al parto de mi hijo y pago el bautizo de Joao.
Al paso de los años comprendí mejor el alemán y el francés que se hablaba en aquella zona de Lyon. Aprendí a escribir siendo Madame directamente la responsable y mentora de letras e idiomas, y también lo fue de Joao, que recibió una educación de hombre blanco. - Hizo una pausa.

  • Madame un día me confeso que ella nunca podría tener hijos, y fue precisamente ese el motivo que la lanzó a viajar por África, para olvidar su frustración de mujer... hasta que topó con migo, o yo con ella...
  • Siga por favor, señora María.
  • El tiempo transcurría tranquilo en la enorme casa donde se tomaban placidas meriendas en el jardín, cenas de estudioso, poetas y poetisas, pasaban también algunos artistas y estudioso por la enorme biblioteca de la señora buscando libros que no encontraban en París o Berlín. Llegué a enamorarme de aquella sala inmensa con cuatro alturas repletas de historias fantásticas; Hombreo, la Biblia , el teatro de Tolstoi, las mil y una noches, Ibn Sina, Boudelaire, Shakespeare, Newton, Plutarco... Leía todo lo que caía en mis manos por expresa recomendación de la señora y alguna cosa por curiosidad propia. Hasta aquel día en que en una de tantas visitas llegaron aquellos señores.

Aquella vez no abría la puerta Lusian, el amo de llaves, así que me tome la libertad de  abrir y allí estaba él, acompañado de dos caballeros mas, imponente en sus facciones, seguro de sí mismo y de la ciencia a la que representaba como un roble de ser un árbol. Solo se sorprendió un poco al verme con ropas tan caras, pero al instante se compuso y dijo: "Soy León Rivail. Madame Plainemaison nos espera", así que los acompañe a la salita del té, pero uno de ellos se cuadró a mi lado y observándome detenidamente dijo en tono cortes "Disculpen, damas y caballeros. Es por aquí" Y torcieron por otro pasillo en dirección a mi amada biblioteca.

Por un instante quede inmóvil viendo como se alejaban por la galería. El señor que habló había venido varias veces e incluso habíamos tenido la oportunidad de compartir algunas ideas. Pero los seguí. Hice las veces de acompañante en la retaguardia ya que aquel caballero sabía mejor que yo donde debían dirigirse.
Frente a la biblioteca una puerta, normalmente cerrada con llave, estaba abierta de par en par, algo fuera de lo común. Dentro Madame presidía aquella mesa octogonal con ambas manos sobre la brillante superficie taraceada.

Me miró un instante mientras todos se sentaban alrededor y pidiendo por favor que cerrase la puerta. Tenia gran curiosidad  por saber que tramaban en aquella reunión, tampoco me dijo que marchase, y necesitaba saber, así que la cerré... pero por dentro, quedándome parada junto al marco de la puerta como una niña seria que no sabe si ha echo algo malo.

Madame me dirigió una enorme sonrisa y comenzó la sesión. Nunca me lo llego a decir aunque siempre lo sospeche, desde el momento en que nos vimos en Tierras africanas sabia que ella era una hechicera en el mundo de los blancos. Una intermediaria entre dos mundos. Todos aguardaron colocando también las palmas sobre la mesa, muy cerca las unas de las otras, casi tocándose en aquella impoluta superficie, de modo que allí me quede observando su ritual comparándolo inevitablemente con los que tantas veces vi en mi juventud realizar a los ancianos Uthus, pero aquello era bien distinto.

Comenzaron a rezarle al dios de la Biblia con pasajes del libro sagrado y una oración al arcángel Miguel para que impidiese con su divina espada de luz la entrada del mal donde quiera se hicieran reuniones de este tipo. Todo en palabras de una sencillez extrema. Créeme hijo.

Me pareció un instante que la luz de la sala bajaba de intensidad, miré por la ventana y vi que la tarde cabalgaba rápido hacia la noche. Las oraciones seguían mientras en un punto del horizonte se acostaba el Sol entre los tejados de las casas. Entonces se oyó la voz de madame en un tono espectral, parecía un hombre que, durante la sesión, aseguraba ser amigo del señor León Rivail. Al rato de comenzar a hablar la “nueva Madame” advertí que su mano izquierda temblaba sobre la mesa. Sabía que era zurda y de un salto agarré de la mesita escritorio que había junto a la ventana pluma, tintero y papel. Pude ver un instante a través del vidrio que Venus ya se alzaba en las alturas.

Desde detrás de ella coloqué cuidadosamente papel a su alcance sobre la mesa y la pluma ya cargada en su mano. No tardó en dibujar una serie de garabatos llenando de gotas negras la trayectoria del tintero a la hoja. Fijándome bien comencé a reconocer entre el galimatías ciertas letras, sílabas, que uniéndolas formaron palabras y frases completas y apenas sin darme cuenta estaba pronunciando a medio tono para que su contenido fuera degustado por tan variopintos comensales.
Fue así como comencé a asistir a Madame en sus sesiones espiritistas, y fue ese el día en que conocí al señor León Hipólito Rivail, que a partir de aquellas, sus primeras sesiones, pasaría a ser conocido en medio mundo como Allan Cardek, en honor a un antepasado Celta.

El hecho de que hoy me encuentre en las afueras de Caracas vino por un sueño. En él veía a una chica negra preciosa, joven como yo aún en aquellos días junto a la que corría de la mano, tan libres como limpias de ropa mientras nuestros pies al trote de gacela levantaban un polvo de diamantes rojos por lo que reconocí como la Sabana africana.
Este sueño se me repitió hasta la saciedad de distintas formas, pero siempre que la mujer hablaba se refería a un lugar lejano, la gran Colombia. – De pronto enmudeció y volteó la cabeza. Cogió de nuevo la taza aún humeante que reposaba apacible en la mesita de noche, la contempló un segundo antes de darle un sonoro sorbo.

Dejé todo y me encontré a miles de kilómetros de mi hogar con mi propia hermana, a la que no veía desde hacía cerca de veinte años, acá, en esta casita. Ella y tu abuela fueron las personas que me avisaron que seis años después de mí llegada un joven de la familia llegaría a mi casa, a este lugar, y seis años más tarde aquí me veo conversando con vos, en nombre de tu abuela.... - Volvió a dar otro profundo sorbo a la taza y se quedó mirando por la ventana.

Tula se comunicó por última vez con migo hace seis años. Por ese entonces ya llevaba varios años fallecida… “Un muchacho alto, de pelo rizado y con un regalo mío…” así dijo. Me dijo que hasta entonces no sabría más de ella, pero anoche la señora Tula estuvo con nosotros en una charla particular. Ella fue a través de tu boca la que habló de los cambios en Venezuela.

Pero hace seis años me pidió te haga  recordar cuando te vea unas palabras que jamás has de olvidar. – Volvió a hacer una pausa y me miró desafiante.

- Lo que te voy a contar, si me lo preguntas mañana lo negaré. Yo nunca te he hablado de esto…
  • ¿Unas palabras? Dime cuales María… por favor.- Llegados a ese punto creo que podía creerlo todo. No podía existir tanta casualidad en el mundo sin un sentido claro.

  • Kushevita Tamatara Kushevak” 
  • Y qué significan esas palabras. – Pregunté intrigado.
  • Su significado quizás lo encuentres con el tiempo. O quizá nunca lo averigües. Pero no sólo eso. Esas palabras están grabadas en una espada de luz, una espada que te ha sido acercada por San Miguel arcángel.
  • ¡Qué dices! (“Deliras…”)
  • Amigo Negro, tu abuela me dijo que tú puedes tocar a los demonios pero ellos a ti no… Así que trata de recordar esas palabras “Kushevita Tamatara Kushevak” porque al parecer tiene gran importancia para ella que las recuerdes. Repítelas Negro…


Me hizo repetir aquellas palabras hasta que se me grabaron, pero de todos modos las escribí en algo de lo que no tengo ninguna intención de separarme, “las cartas de la abuela”…por si acaso…

Todo aquello tenía tan poco sentido, tan poca lógica que en el fondo de mi alma sentía que tenía que ser verdad… Me vi. a mí mismo apuntando aquellas palabras extrañas en la tapa interior de los naipes… San Miguel, una espada, la abuela hablando de revoluciones desde el otro mundo…
Si señor… si alguien se entera de algo de esta historia soy carne de manicomio, y da absolutamente igual el país…

Seguimos un rato charlando en aquella atmósfera de inciensos, vela a punto de consumirse y rayos de Sol cada vez más sólidos y elevados. Volví a echar de menos a Tula, a mis padres… pero ahora por alguna razón los sentía más cerca.

Realmente no entiendo nada de lo del arcángel y la espada, pero aquella mujer parece incapaz de mentir. Además, sabía lo del regalo, y con forme la conversación avanzaba descubrí más cosas de ella y recordé otros detalles que apenas recordaba de ella en la relación con mi madre e incluso el porqué se marchó de nuestra casa al campo.

- Recibía muchas visitas, demasiadas, y a veces pasaban cosas extrañas en la casa. Objetos cambiaban de lugar o incluso se rompían a la vista de todos sin motivo alguno. Pero nuca habló de demonios ni cosas de esas… - Le dije a la anciana.

Eso es cierto. Recuerdo que una vez un vaso se fue al suelo en el salón delante de mis narices y mi madre me echo exagerada bronca. También solían escucharse ruidos en el cuarto de la abuela cuando ella ni siquiera estaba en casa, o que mi madre maldijese a Tula mientras buscaba algo por la casa…

-       Cierto. Recibía muchas visitas y algunas almas son poco pacientes y juguetonas. - Sonrió nuevamente la señora y volvió a dar cuenta de su café.                   
Tengo muchas cosas en qué pensar. Demasiada información y tan fantástica que apenas sé muy bien qué creer. Quedé mirando por las rendijas de la ventana.

-      Mira hijo mío… mira.
Definitivamente aquella mujer lee algo más que libros…
Continué observando las motas de polvo en suspensión que tranquilas flotan en el ambiente de tan variados olores. Me acerqué a la ventana de la que aparté las gruesas arpilleras para que me cegara el Sol un instante. Cuando se acostumbraron mis ojos pude darme cuenta que aún no era muy de mañana en ese paisaje, del que un montón de rocas en mitad del valle llamaron mi atención.

Parece como una terraza inmensa tosca, olvidada por el tiempo a su suerte. Seguí atento el dibujo de sus formas. Desde donde estoy una rampa camuflada por el verde asciende hasta aquel promontorio. Era como una verruga de un gigante rocoso, pero… qué será aquello realmente…

Creo que el mismo hombre ha olvidado la obra de sus padres, el trabajo esencial de nuestros ancestros. Me aparté del cristal mirando a María con una sensación extraña. Ella en su sonrisa parece entender mejor que yo mismo lo que ahora siento. Cogí el Tarot y lo guardé en su viejo envoltorio.

- Ahora vuelvo María.

 La hamaca está vacía en el porche. No había nadie en la sala, solo mantas y tazas vacías de café. Rodeé la casa en aquella dirección, adentrándome en un instante en un clima de otro mundo, con flores exuberantes y mariposas libando de las sales del suelo y de los néctares de colores y de nuevo esa sensación de ser observado, pero no era como la noche anterior en la que la sensación reinante inquietaba al más frío de los mortales.
Esta vez es diferente. Parece que pequeñas sombras de luz se acercan y alejan entre las matas con el resto de los insectos, siento que son como pequeños ángeles, querubines minúsculos hablasen entre ellos en un lindo idioma de sonrisas alentándome a llegar allí.
La sonrisa se ha colgado en mis labios en este paraje, sintiéndome alegremente acompañado, con el corazón henchido, aupado por un sol que emerge tímido entre algunas nubes. Solo los niños de cuentos viven en lugares como aquel y los bohemios cuando se dejan llevar por el mundo de los sueños.

Algunas vacas pacen tranquilas al borde de una loma cercana salpicada de árboles extraños, nunca vi otros parecidos ni tan antiguos. Aquellos rumiantes mantenían la distancia mientras avanzo.

Llegué a un primer montón de enormes piedras desperdigadas que ocultaban el ascenso. Subo por ellas contemplando el enorme resto del conjunto. La rampa es lo que más destaca, perfectamente plana y mullida bajo los pies como la alfombra de un gromus. Parece una lengua enorme invitando a entrar a un cráter verde y gris. Una boca circular de un enorme gusano devorando el cielo con sus infinitos dientes. En su interior, justo al centro descansan dos árboles bien hermosos. Uno es una higuera, el otro parece un quejigo.
Sus troncos retorcidos emergen de la parte más profunda de aquella boca irregular rumbo a las entrañas de la tierra.

- Hay algo allí debajo, estoy seguro… o quiero creerlo. – Susurré bajando al hueco entre los troncos ayudado por sus ramas pero al pasar lo más frondoso topé desilusionado con el fondo de aquella caverna cuyo techo eran las hojas de aquellos antiguos del bosque. Un suelo firme y sólido tapizado por la misma capa de césped súper desarrollado que cubría hasta donde la vista alcanzaba. Me desilusioné como un niño que juega a encontrar cuevas al ver que no había continuación.

En aquel momento dudaba de lo que para mí siempre fue real, en aquellas últimas doce horas tan sólo el concepto “normal” se había transformado en algo intangible.

Palpé el césped húmedo soñando una rendija o un hueco, pero nada. Di media vuelta dispuesto a salir de allí subiendo entre las ramas volviendo otra vez en mí, y aún con la fuerte sensación de que allí no estoy solo. Desde las rocas, desde la loma, en las propias ramas unos ojos invisibles vigilaban aquel claro del bosque.

Lentamente abandoné aquella plaza redonda, aparentemente natural, bajando la cuesta hasta una roca redondeada y gris que guarda la entrada donde me senté. Sigo sin estar seguro de lo que tengo delante pero la idea es algo más clara.
Dentro de aquella confusa atracción por aquel lugar tengo la certeza de que no estoy solo a pesar de no ver a nadie más. Quedé allí parado unos minutos tratando de ordenar y despejar sensaciones.

Salió el Sol bien fuerte y algunos pájaros con su canto me devolvieron al mundo de las ideas. El viento comenzó a murmurar entre las copas de los árboles levantando la humedad del suelo a jirones blancos entre los troncos. Nubes inmensas cargadas de agua amenazan desde las colinas en su negrura con una lluvia inminente. Las vacas buscan otros pastos al ágil trote permitido por su gordura. Va siendo hora de buscar cobijo en la casa.

Cuando llegué a la sala los catres de paja habían sido amontonados en una de las paredes y un grupo de mantas descansan dobladas junto a un rastrillo. No topé con nadie ni fuera ni dentro, pero desde la otra puerta del salón llega un rumor de conversación. Creo que los coches y la bicicleta siguen fuera, en la entrada de la casa. En ese momento Jorge sale de la habitación de María con cara de aturdimiento.
Una cosa está clara, hablar con aquella mujer no deja indiferente ni al más escéptico.

Jorge se tumbó como peso muerto en el montón de paja con los brazos abiertos. El cuenta cuentos tampoco estaba preparado para imaginar lo que le soltó aquella señora. La puerta quedó abierta de par en par.

Es curioso, parece que el tiempo estaba distribuido para cada uno perfectamente en sus manos en un armónico baile de idas y venidas a su habitación.

  • ¿Se puede..? – Pregunté desde el marco de la puerta asomando media cabeza. Encontré a la señora María de pié arreglándose el pelo frente al enorme espejo del armario, rebuscando horquillas de un cajoncito. Al voltearse a mirarme vi que algunas las sujetaba con la boca.
  • “Disculpa hijo, “pedo” aún no estoy “lifta”. “Espeda” un minutito”
  • Disculpe mi indiscreción, pero… ¿se marcha? - Escupió el puñado de horquillas a la mano.
  • ¡De ningún modo! No me iría de aquí sin que me leyeses las cartas.
  • Pero señora María, nunca he leído las cartas. Yo no sé leer el Tarot. – Repliqué.

Entonces se volteó del todo seria sujetándose un puñado de pelo canoso.

  • Si no supieses Tula nunca te las habría dado. Además, fue tu madre la que te las dio en su nombre, ¿no es cierto?
  • Si… - Balbuceé
-     Ella muy bien podía no haber cumplido la voluntad de la difunta si no hubiese algo en ti que le facilitase la decisión, ¿no crees?                                                       
                               
Guardé silencio.
  • Perdona…
  • No hay nada que perdonar, nada… - Dijo rápida mientras volvía a retocarse el pelo. - Anda ve por “las cartas de la abuela”. Termino en un minuto…

Salí en silencio olvidando por un instante que las cartas seguían con migo en el fondo de la mochila. Ahora quería que hiciese algo a lo que en realidad no puedo negarme por la hospitalidad que ha demostrado con todos.
Pero quién soy yo para tirar las cartas… y mucho menos para apartar diablos… Desde luego después de escuchar semejante cosa lo del Tarot resulta en comparación “un juego de niños”.

Me senté en uno de los troncos que hacen de bancas ante la mirada de Jorge que seguía de cerca mis movimientos, de seguro habrá escuchado la conversación… o tal vez no, qué más da.
Saqué de nuevo la baraja. El papel es realmente añejo, medio apolillada pero aún guarda cierta consistencia. Mientras tanto la Señora María se arregla antes de una sesión de Tarot con todo un neófito, del que parece esperar más de lo que le puede dar…

Observé de nuevo la sala. Presté atención a los suspiros de Jorge, al polvo que cruza lentamente los haces de luz que se cuelan por las rendijas de la pared para luego perderlos de vista al regresar  nuevamente a las sombras. Miré por la única ventana orientada también al montículo de piedras…
Si acaso me sentí perdido cuando comenzó la invasión de Cádiz por los nacionales, o cuando le metí fuego a mi propia casa para que no robaran los fachas apenas se puede comparar con la desorientación que recorre mi cuerpo, pero hay una gran diferencia. He salido de un mar nocturno para llegar a otro en el que, de forma armónica, homogénea, amanece por todos los puntos del horizonte a la vez… 

Se oyen murmullos de la puerta de enfrente. Rumores de diálogo, eso precisamente faltó en mi tierra, diálogo. Destaca el tono grabe del grandullón Colombiano.
Sigo odiando a esa gente que me obligó salir en pijama a la calle más de una vez y a abandonar lo poco que me quedaba. Oigo aún las botas y los ladridos de sus perros al otro lado del barrio y la mochila dando golpes en la espalda a cada zancada entre faroles y calles de barro. Me es difícil entender como una parte de un pueblo se levanta para pisar al resto.

Al menos, en este viaje están llegando una serie de situaciones insólitamente positivas que me ayudan a ver con ojos suaves la rudeza y el dolor del camino anterior.

  • Negro. – La voz de la anciana desde su cuarto, una vez más me acercó a su dulzura deshaciendo los monstruosos pensamientos que de frente me atormentan, pero esta vez un escaparate con gruesa vitrina me protege de su dolor. Es increíble el bálsamo precioso que puede representar una sola palabra en su intención, en su entonación, lo hondo que puede cavar tus propias huellas para enterrarte en ellas y olvidar.
  • Voy abu… María - Joder, casi le llamo abuela. Demasiada confianza, como un niño ciertamente, pero esto no es Cádiz y aquí las costumbres propias se pueden mal interpretar. Tengo que tener un poco de cuidado en lo que digo y como lo digo.  

Al asomar la cabeza por la puerta María sonríe sentada en la cabecera de la preciosa cama consciente perfectamente de mi rubor.
  • ¿Ibas a decirme “abuela”? Pues si, lo soy. Tengo dos preciosos nietos en Colombia. – Dio unas palmaditas nuevamente en la colcha para que me acercase a sentarme sin demora.
  • ¿De qué tienes tanto miedo? Soy la “abuelita”, no el lobo. – Sabe como provocar una sonrisa. En realidad ha conseguido en dos ratos de charla que la respete, e incluso algo más allá del respeto. Como de la misma sangre. Al menos en mi seudónimo compartimos un color como algo en común.

Me senté en la cama lo más cómodo que pude. Respiré profundamente y saqué las cartas del bolsillo. El tacto del papel que las guarda es rugoso y agradable, aunque no tanto como para calmar los nervios. Miré sus ojos un instante. Sin darme cuenta se transfiguró frente a mí en una figurilla de cristal. Estoy seguro de que no abrirá la boca para decir ni pío.

Improvisar. Hay que tomar la iniciativa. Como un fogonazo revelador se me vino a la cabeza la frase que minutas antes había dicho o pensado, no estoy seguro de las palabras exactas pero si de su sentido; “Tengo que tomarme esto como un juego para niños”, tengo que jugar.
Volví la vista a la baraja sobre la colcha. Una cuadrícula naranja traza el hilo de la superficie blanca, en ella imaginé como pueden ir encajando los naipes por aquellos espacios dibujados en el aire. De pronto lo vi.

Quité decidido el envoltorio y ante mis ojos surgió por primera vez aquel paquete desgastado, con vivos dibujos y colores que anoche me gritaba en su idioma desde el fondo de la mochila.

Saqué las cartas del estuche y con el mazo en la izquierda me paré un instante. Falta algo. Es una especie de soledad particularmente densa la que siento frente a aquella mujer realmente sabía que allí no había nadie, solo yo y las cartas…

- Que dios me ayude. – Susurré, y el tiempo entró de nuevo en su curso habitual.

Boca abajo van cayendo las cartas en los lugares que para cada una de ellas la colcha requería. Dos…cuatro… seis… nueve… y la última. La miro a los ojos de nuevo buscando intuitivamente su aprobación, pero a pesar de que sus párpados siguen abiertos muestran un vacío infinito en su interior. En vez de eso siento que ella es un muro de hielo a cientos de kilómetros de aquí. Volví a la colcha para dejar el mazo a un lado y comenzar con la narrativa. Suspiré profundamente acerco la mano lentamente a la carta que está más a mi derecha hipnotizado por la incertidumbre. Realmente quiero acabar con esto cuanto antes. La volteo.

Una estrella. Hay una estrella enorme en mitad del dibujo con un dorado al fondo. Mis ojos comenzaron a trazar una ruta del dibujo por los iconos del naipe dándole un sentido caótico, pero un sentido al fin y al cavo.

Comento en voz baja lo que veo y me transmite cada naipe hasta agotar recursos. Acabé con la primera y fui a por la siguiente y lo mismo ocurrió.

Parece que algunos símbolos, formas, poses de los personajes o los propios números saltan a mi retina de uno en uno, en un orden curioso del que se podía deshilar una historia. En la tercera carta fue cuando pude relacionar las dos primeras, y poco a poco, de una en una acerqué significados los que, de algún modo parecían concordar con eventos que me ha contado de su juventud y otros de los que no tenía antecedentes pero que igualmente no quise callar… hasta finalmente leer lo que la última carta me quiso narrar.

Las palabras primero salían tímidas, luego a borbotones desahogándose una imaginación acostumbrada a interpretar a un adulto, palabras de las cuales no recuerdo mucho de lo dicho a pesar de tenerlas enfrente. Estoy agotado pero satisfecho. (No contaré la historia de estas cartas por respeto a la intimidad de María)

  • Bueno, ¿qué le parece señora María? – Su rostro se había suavizado, vuelto a su cálida humanidad. Regreso del lugar donde estaba, cualquiera que fuese aquel.
  • Quiero saber qué te parece a ti. – Respondió ella. Así le conté las curiosas sensaciones que tenía con los dibujos o algunas de sus partes. Las emociones, las frases apresuradas y los atascos en la oratoria… Me escucha atenta como una cría de diez años mientras mira a su padre asintiendo embobada ante alguna frase retórica como “¿No es cierto?”. Aunque en este caso las respuestas no eran de lógica, respuestas conocidas u obvias, sino sentidas.

  • Básicamente… me parece que hay que hacer esto más a menudo para lograr entender mejor el sistema.
  • No hijo mío. No trates de entender. Esto no tiene nada que ver con lo que puedas razonar.
  • ¿Sabes una cosa? En realidad he tratado de jugar señora… - Le dije.
  • Y espero que sigas jugando muchísimos años más. – Y aquello me pareció una amplia respuesta a mi necesidad de reafirmarme con la opinión ajena.

Estoy contento, con el corazón ilusionado y un poco más de confianza en lo desconocido. Continuó unos minutos más aquella charla sobre esoterismo y luego la conversación derivó al montón de rocas verdeadas por el musgo de ahí fuera y lo que sentí mientras lo exploraba. La atracción primera y la desilusión al no encontrar las cavernas o grutas que soñaba hallar dentro.

  • Es posible que hayas notado algo diferente allí. Quizás solo sean un puñado de rocas apiladas para limpiar un antiguo terreno de cultivo, pero si te soy sincera no sé que pueden hacer esas piedras ahí, aunque ellas solas han sabido acumular fuerza de algún modo, pues parece, si escuchas atentamente, que le cuentan algo a los árboles de alrededor…
  • Pero se tomaron muchas molestias para levantar semejante altura, ¿no crees? – Repliqué.
  • Puede ser. Pero no importa de donde vengan o porqué han sido apiladas, lo que importa es lo que significan ahora. Lo que ahora son para ti.

Alguien tocó a la puerta. Clavó sus ojos penetrantes en mi y le devolví la mirada, para finalmente caer sobre la colcha en una cauta indicación de recoger las cartas dispersas, danzando aún por los recuadros en blanco. Las auné de un tirón todas en una mano escondiéndolas de la vista de aquel que pudiese entrar.

  • Adelante – Dijo mientras las cuadraba para meterlas en su estuche. Se asomó Jorge.
  • Está bien doña María. – Paró un instante al advertirme y prosiguió de nuevo mirándola atento. - …Iré con vosotros.
  • Pues tienes que darte prisa Jorge Marcos. No le queda a usted mucho tiempo.

El me miró un instante.
  • ¿No vendrá usted con nosotros, Señora María? – Era la voz de la niña brasileña que apareció bajo el robusto brazo del cuenta cuentos desde la puerta.
  • Yo ya soy mayor para embarcarme en otro viaje semejante hijita, lo siento. – De la otra habitación se escuchó a la señora Sophie decir en voz alta; - “Está todo listo. Cuando quieran.”- Miré a la anciana sin entender qué es este ajetreo tan de repente.
  • ¿Dónde van todos María?
  • Van a ver a mi hermana. Van a Colombia.

Me quedé mirándola fijamente. Guardé silencio y el paquete de cartas en su envoltorio, totalmente ausente mientras desde la puerta conversaban con la anciana de algo que me quedaba demasiado lejos de percibir. Ahora el que se había ido era yo.
Sólo quiero meter las cartas en la mochila y ver que pasa allí fuera. Me incorporé para abrirme paso entre La joven, que medio lloraba, y Jorge que me cedió espacio frente a mi decidida actitud de salir de aquella habitación.

Fuera la señora Sophie engancha una bicicleta sobre la rueda de repuesto que descansa en la parte trasera del gran vehículo, mientras unas pequeñas bolsas aguardan a un costado del árbol que los cubre al otro lado de la hoguera humeante. Joao, el portugués, estrecha la mono cordialmente del domador Chino junto al hijo de la anciana que presencia aquello siendo fiel testigo y partícipe de la escena con Dominique, aquel chico americano que al parecer, como todos aquí seguro había llegado aquí del modo más rocambolesco. Desconcertado por el movimiento una mano se posó suave en mi hombro. Me volví a ver quien era su dueño. Es la señora Sophie.

  • Perdone caballero… - ¿Caballero yo? Esta si que es buena. - …¿Puede ayudarnos, por favor?
  • Claro señora. Qué necesita.
  • Llegar a Colombia. – Dijo con una leve sonrisa. Es bonita, pero nunca me ha interesado el señorío, la gente de dinero, aunque me haya criado con los señoritos jerezanos. Precisamente para no estar con ellos ni sus líos de faldas frecuentaba los tabancos y tabernas bodegueras, y esas casa de barrio donde mi prima baila que quita er sentío. Allí no van los del bigote y el pañuelo. Allí no encontraría mujeres como esta.

Volví a mirar a los otros muchacho. La señora María descansa en la puerta abrazando a la niña.

  • Bueno, y qué decide señor Negro. – De nuevo la miré con la mochila al hombro.
  • De acuerdo. Iré con ustedes.

Le devolví la sonrisa lo más sinceramente que pude y volví la vista a los otros que se acercan hacia nosotros.

  • Bueno, yo creo que me voy a quedar por acá un tiempo al menos Negro. – El portugués me miraba con buenos ojos, tranquilo y una bigotuda sonrisa.
  • ¿Dónde te vas a quedar? – Pregunté. Entonces el se limitó a mirar alrededor. Seguí su mirada.
El Sol comenzaba a elevarse entre algunas nubes marcando sombras de fantasía sobre las brillantes laderas boscosas perladas de rocío. El aire es fresco y sano. El no dijo nada. Tan sólo suspiró en paz.

  • Comprendo – Le dije. – Ha sido un placer, un raro placer conocerte primo.
  • Igualmente Negro. Espero que en tu país las cosas se pongan mejor en poco tiempo para que puedas volver. Quizás vuelva yo también algún día.

Nos estrechamos las mano terminando con un cordial abrazo. En aquella ratonera en la que llegamos a Venezuela a penas abrimos la boca por miedo a ser escuchados, sin embargo habíamos desarrollado un lenguaje mudo que decía mucho más que cualquier cosa dicha. Con mirarnos a los ojos sabíamos qué tenía el otro en mente.

Recordé cuando encontramos el cofrecito del dinero dentro del ropero. Nunca sabríamos a quien perteneció, pero por la ropa que gastaba tampoco lo echaría demasiado en falta. Estoy seguro de que a ese desconocido también le irá muy bien, como a este pirata… 

  • Espero volver a veros, Joaos- Les dije mirando también al hijo de María. El joven Dominique se acercó alargando su mano la cual estreché sin dudar.
  • También espero que le valla bien, señor Negro.
  • ¿Te quedas? Bueno, entonces cuida de estos dos, y también de la señora María, ¿vale?
  • De acuerdo. – Respondió solemne. Es curioso pero por alguna razón me siento unido por lazos bien especiales a estas personas a las que apenas conozco de unas cuantas horas, a excepción del portugués.

La niña negrita sale de la casa acompañada de la anciana de la que sigue prendada a sus faldas con cariño. El coche ya tiene dentro el escaso equipaje con el que se acerca ronroneando en reversa. Sophie dice adiós al cuarteto que se quedará en la casa. Con el auto a nuestra altura pude comprobar que quien manejaba es el domador.

  • Nos vamos señores y señoras. – Dijo con un brazo elegantemente asomado por la ventanilla sin dejar entrever su particular acento del español. Jorge también se despidió de todos y ocupó rápido su asiento en la parte de atrás. Le siguieron Luzía y Sophie, esta última tomando el asiento de copiloto. Estudié al grupo que quedará guardando los secretos de los sueños y otras vigilias de espectros y duendes, en aquel precioso paraje rodeado de vegetación exuberante y montes de niebla. Realmente los siento cercanos a cada uno de ellos. María, los dos Joaos e incluso Dominique, el que seguro tiene una historia increíble que contar.

  • Hasta luego. – Y sin más palabras cerré la puerta del coche para marcharnos a algún lugar de Colombia. Luzía se volteó para seguir despidiéndose por la luna trasera hasta que los perdimos totalmente de vista en la primera curva que remontaba a la carretera por encima del valle. La chica, al voltearse muestra un rostro lleno de lágrimas y tímidos sollozos. De súbito una voz profunda e hipnótica surgió de los labios de Jorge que llamaron poderosamente la atención de todos los viajeros con una frase que empieza así; “Había una vez un niño bien particular que soñaba siempre lindos sueños…” y así, poco a poco fue confirmando durante no sé cuantas horas lo realmente bueno que es para contar cuentos.

El paisaje es hermoso, precioso en sus colores y la humedad tan distinta que impera acá, tan lejos de la tierra que me vio nacer. Apenas comienzo a tomar conciencia de lo lejos que estoy de allí… Los montes y las primeras llanuras que emergieron no se parecen en nada a lo que conozco de Andalucía, ni el propio clima de esta zona tan sofocante. Todo parece estar húmedo y pegajoso, al punto que la señora Sophie no tardó en aligerar su atuendo reduciéndolo a una camisa blanca medio desabotonada y sus pantalones anchos pero bien conjuntados.

En realidad hay bastantes, demasiadas cosas nuevas y desconcertantes. Por ejemplo es la primera vez que viajo tan lejos, aunque no me queda muy claro donde queda Colombia ni a qué parte de ese país vamos, y es la primera vez que tengo cerca gente de tan diversos lugares y nacionalidades; Un señor de Asia, una niña brasileña, Jorge Marcos, de Sudamérica también, y la señora de Luxemburgo, si no recuerdo mal, pero que tampoco tengo idea de donde queda eso. Cerca de Francia por lo que alguien dijo ayer.

Durante esas primeras horas de viaje averigüé un poco algunas cosas de los nuevos compañeros, como qué les pasó a algunos de los familiares que perdieron, o como conocieron o llegaron a la casa de María.

Sophie al parecer, tras la muerte de su marido, un piloto que se dio a conocer en unas carreras entre París y otra ciudad importante de Francia, no paraba de soñar con él. De echo le contó cosas en sueños que no fue capaz de repetir, pues al principio de comenzar aquello le daba miedo. Creía que se estaba volviendo loca, pero las cosa que le decía su marido Francoise, poco a poco fueron convirtiéndose en ciertas, así que dejando los temores de lado comenzó a agudizar el oído a las conversaciones nocturnas con el malogrado piloto.
El señor domador, Bao Ling era muy recatado, discreto. Apenas abrió la boca en todo el trayecto, ciertamente, pero pude deducir o apuntar algunas conjeturas. Parecía desahogar los nervios contenidos conduciendo. Del mundo del que él viene no conozco gran cosa. Creía que los Chinos no hablaban idiomas, pero al haber vivido en un circo con gentes de otros países seguro le abrió la curiosidad a otros mundos y sus lenguas. La joven viuda apuntó ciertas cosas de la situación de aquel lejano país de las cuales el oriental apenas si gesticuló levemente frente a algún comentario.

Por lo visto la situación dentro de sus fronteras acogía una revolución cultural sin precedentes, en la que ciertos tonos de intolerancia apartaban o infravaloraban otros sistemas y culturas. Para su contrariedad y viendo el empuje del movimiento social decidió abandonar el país; “Mi mujer era del Tíbet” dijo serio y siguió en su mundo de ideas. Seguramente su bebé mestizo no iba a ser del agrado de la revolución cultural.

Las inmensas lagunas en la trayectoria de este señor tan particular no hace más que inflar de interrogantes la conciencia pero no seré yo quien pregunte sobre su intimidad a un hombre impasible y firme ante lo que le rodea. El traje que lleva, más vistoso en otra época, deja ver una estética bien cuidada y pulcra, al menos en su larga trenza que descansa como una serpiente sobre su hombro.
El silencio volvió a reinar en el interior tapizado de aquel precioso vehículo durante un buen rato. En este viaje creo que hay pocas cosas que hacer más que asimilar, si da tiempo, las mil y una historias que van surgiendo con la velocidad del rayo.

  • Son curiosas tantas coincidencias cumplidas en nuestras historias, ¿no creen? – comencé a decir. – Por lo visto todos hemos perdido a alguien y llegamos todos ayer a casa de María, por una razón u otra, lugar donde se puede contactar con el otro mundo; la reunión, o sesión, o como queráis llamarle tenía en principio un carácter de curiosidad política por parte de la anciana señora María, y respecto a este país; Venezuela. Hasta ahí, por muy loco que parezca puedo asumirlo, pero qué hacemos realmente nosotros cinco camino de Colombia yendo a casa de la hermana de María, ¿Alguien puede decírmelo?

El coche se detuvo lentamente en el estrecho arcén levantando a pesar de todo una gran polvareda del camino en la frenada. Bao Ling detuvo el motor y se giró desde su asiento a mirarme.
- Señor Negro – Comenzó a decir tranquilo – en la filosofía que he sido educado se habla de un camino en el que marchan dos hombres. Uno ciego y el otro con los ojos vendados. ¿Cuál cree usted que llegará al final del camino? – Se quedó mirándome en calma aguardando una respuesta, pero no estaba preparado para diálogos tan profundos. Entonces justamente la niña respondió.
- El ciego, porque camina con los ojos del corazón. El otro ni siquiera sabe que tiene los ojos vendados… si no ya se habría quitado la venda.

El oriental miró a la niña con una leve sonrisa aprobatoria, ocultando sabiamente su sorpresa.
  • ¿Qué has dicho? – Pregunté de nuevo.
  • Señor Negro, - Continuó Bao diciendo – quiero decirle que a veces no es importante saber el porqué, pero si me parece vital sentirlo. – Hizo una pausa, y en ella su rostro cambió a otra expresión de sorpresa.
  • No se acuerda de nada ¿verdad señor Negro? – Intervino Sophie desde el otro asiento delantero.

La tarde cae poco a poco sobre nuestras cabezas. Aún siento los aperitivos que habíamos tomado de los frutales en esta apartada ruta hacia el oeste. Miré un momento por la ventanilla entreabierta. Una brisa peinaba un grupo de nubes en el cielo arrastrándolas al ocaso junto con nuestro destino. No habíamos visto apenas cuatro grupos de casas desperdigadas por aquellos senderos perdidos de la mano de dios.
Parece que evitamos Caracas premeditadamente y al parecer íbamos también cualquier ciudad por el mismo escueto camino en el que ahora nos encontramos detenidos.
Creo, según un cartel mohoso que vi hace un rato, faltaban pocos kilómetros para llegar a un lugar llamado Barquisimeto, y aún no nos hemos cruzado con un solo coche por aquella ruta.
La pregunta de Sophie hizo que mi cerebro se helara y el tiempo alrededor con él. De vuelta la vista al interior sus miradas interrogantes no hacen más que delatar mi desorientación máxima.

  • Entonces usted no recuerda nada… - Murmuró Bao mesándose la barba.
  • No sé a qué se refieren. Supuestamente hablé de la revolución, y por cierto, por favor, no me digan más “señor”. Díganme “Negro”. Sólo “Negro”. Como el café…
  • Ayer por la noche – comenzó a decir Jorge Marcos, un bonachón barrigudo con cara de payaso de circo. – comenzaste a hablar de cosas bien extrañas. “Parse”, tendrías que haberte escuchado… era como uno de los cuentos que narro en las calles pero en el que nosotros éramos los personajes. Tampoco era tu voz, parecía una mujer quien hablase, una mujer anciana.

Tula.
Su imagen me llegó a la cabeza como un retrato vivo de su propia imagen.

  • Y… ¿qué dije..?
  • Es curioso, porque de eso hemos estado hablando gran parte de la mañana, y no se te entendía todo, pero hemos sacado en claro que cada uno de nosotros escuchó una historia totalmente diferente, una historia dirigida a cada uno de nosotros. – Hizo un gesto de cortesía presentando al resto del grupo extendiendo sus manos como un haría un actor.
  • Hablaste del camino que haríamos y de la seguridad de los caminos secundarios, por los que precisamente ahora vamos. Hablaste de cosas que ocurrirían en el trayecto. Al menos ya hay algo en lo que todos coincidimos con lo que contaste, y es que no todos llegaríamos a Colombia. Y al parecer se ha cumplido, ya que algunos se quedaron en la casa de María. También dijiste que teníamos tres días para llegar allí y que luego una tormenta destrozaría barcos y puertos, y no hallaríamos la forma de llegar durante meses.

  • ¿Qué barcos? – Volví a preguntar ansioso.
  • No sabemos, – Intervino Sophie – pero estaba usted seguro de ello. – Hizo una leve pausa.
  • El tono de la hoguera parecía de un azul vibrante mientras hablabas, más suave y frío a la vez, y cuando volviste en ti cesó su especial luz para encontrar de nuevo la normalidad.
  • Tal vez se habló del lago Maracaibo… - comentó Bao Ling dudoso.
  • Esperad un momento. ¿Queréis decir que fui el único que siguió dándole la espalda a la hoguera? – Pregunté un poco indignado.
  • Qué esperas. – Dijo Jorge – Al final todos nos volteamos a ver quien era el que hablaba de aquel modo, y resultaste ser tu. Queríamos oír bien lo que nos decías a cada uno. María, de echo, fue la primera en levantarse “parse”…
  • Señor Negro… - Empezó a decir Bao al que miré con descontento, aunque resignado a ser tratado de “Don”.
  • No me digas “Señor”, por favor. Dime “Negro”. – Le interrumpí.
  • Disculpe, “Negro”, pero me parece que tiene usted que empezar a confiar en nosotros. – Arrancó de nuevo y aún con media palabra en la boca seguimos el camino en un silencio agobiante hacia el Oeste. Si lo que “yo” había dicho resultaba ser cierto realmente creo que no tenemos mucho tiempo para llegar a Colombia, aunque no sé exactamente donde estabamos ni cuanto realmente podría quedar por esos caminos de mala muerte.

Traté de calmar el torbellino de dudas que asoman rebosantes hasta por mis oídos. Me había pedido el Chino que confía en este grupo, que realmente eran desconocidos, grupo que confesaba me habían escuchado hablar de demasiadas cosas que no recuerdo.

Lo que sí tengo en mente es espavilarme con la cara del hijo de María sonriente y a los demás alrededor. También recuerdo que me ayudó a llega al techito donde me recuperé de aquel dolor de cabeza y ese mareo. Y es cierto que la anciana también sonrió cuando comentó que había usado de bastón a su hijo… y en su particular forma de expresarse tal vez dejase entrever más de lo que pude percibir en simple apreciación. Joao tubo los sueños que nos llevaron a aquel paraje, todos parecen tener algo en común… El sueño del barco con el espejo gigante parece que habla de nuestra llegada, cosa que jamás podían haber sabido con antelación, pues ni nosotros mismos sabíamos donde íbamos a parar. Es imposible que supiesen que llegábamos… ¿o tal vez sí?
Tal vez Joao haya sido mi guía para algo más que para llegar al porche de la casa.

Están ocurriendo demasiados cambios en tan solo unos días, demasiadas coincidencias naciendo de tan diferentes bocas en tan poco tiempo. Necesito tomar una determinación con todo esto o mi cerebro va a explotar. Fiarme de lo que me contaban y de las demás cosas que escuchaba o mandarlo todo a paseo y emprender un nuevo camino… pero, hacia dónde.

Me sorprendí a mí mismo mirando por la ventanilla de aquel gran coche blanco a un infinito verde donde la tarde anunciaba una noche temprana. Los reflejos luminosos de una posible ciudad, tal vez Barquisimeto, quedan tras otra loma en la creciente oscuridad que nos perseguía en el horizonte tragándolo todo. Creo que esa noche sólo paramos para cambiar de chofer y tal vez echar gasolina. Tengo un par de imágenes de aquella noche entre ronquidos y al abrigo del sofocante calor caribeño.








3er día en Venezuela

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Desperté dolorido por una postura incómoda que tomé durante la noche, aunque realmente apenas comenzaba a amanecer. Bao descansa junto a la conductora que mantiene firme el volante con sus guantes de cuero blanco a juego con la carrocería. Luzía descansa en el hombro del cuenta cuentos a ritmo de ronquidos con baches. Ahora conducimos persiguiendo la noche. Desde la luna trasera entra la luz del primer amanecer que veo desde hace un mes, desde que dejé las playas andaluzas y las persecuciones nacionales. Siento bastante lejano aquello en estos valles del nuevo continente. La calma se respira en cada curva.
  • Es precioso… - Susurré.
  • Buenos días señor Negro, ¿qué tal durmió? – Respondió Sophie desde su asiento.
  • Bien… gracias. – Dije desperezándome como un oso.
  • Le veo más tranquilo que ayer, ¿verdad? No se preocupe por nada. Confíe en nosotros.

No tengo idea que quiso decir, ni porqué me repetían que confiase en ellos. Eso mismo ya lo escuché anoche y tampoco me dejó claras las cosas. No insistiré tan temprano, menos con la boca tan seca.

  • Según lo que recorramos hoy llegaremos a Colombia mañana al medio día, antes con un poco de suerte. – Me di cuenta de que me observaba por aquel pequeño espejo que cuelga del techo. Parece sonreír.
El fresco de la mañana es una buena medicina para despertar tras no sé cuantos kilómetros de viaje. En realidad el coche es bien confortable y espacioso, un lujo. Casi ocupa todo el carril de aquel camino de tierra del que seguíamos su curso robándole segundos al alba.
Lo ignoro pero estoy convencido de que habría carreteras asfaltadas en aquel país para llegar a Colombia en algún lado, pero parece que nos ocultamos de algo por todos esos caminos alternativos. Perseguimos la noche, perseguimos caminos lejanos de todo rumor, de todo viento que nos delate mientras la claridad venía pisándonos los talones en aquellas tierras llanas y húmedas, llenas de árboles y vegetación exuberante.

  • Dónde estamos Sophie. – Pregunté.
  • Quedan unos ciento ochenta kilómetros a Maracaibo. Tal vez más.

El motor ronroneaba como nunca había sentido ninguno, aunque en realidad no estoy demasiado acostumbrado a montar en estos vehículos. No me gustan. Prefiero siempre un caballo cartujano al trote por la campiña.

  • ¿Quiere saber una cosa? – Dijo Sophie mirándome nuevamente por el espejo retrovisor. En realidad quiero saber muchas pero me conformaré con lo que quiera contar, hasta que el hambre me pida un buen desayuno.
  • El señor Bao Ling es un caballero. Muy cortés. Ayer fue distante pero dele un poco de tiempo. Tiene una forma muy particular de entender las cosas, pero créame, es un buen hombre.

Parece que se conocían con anterioridad, por lo que dejó entrever, pero hable de algo distinto.

  • ¿Cómo llegó usted a casa de María, Sophie?
Apartó la vista del espejo. Ya no parece sonreír.

  • Disculpe mi indiscreción. No quería perturbarla.
  • No se preocupe. Ayer usted y su amigo nos contaron buena parte de su travesía, y apenas tiene idea de con quien viaja. – Es sorprendente lo bien que habla Español, y yo que apenas sé decir nada en inglés.

  • Le contaré algo. El día que murió mi esposo Francoise estuve inquieta toda la mañana, sabía que algo andaba mal. Cuando vinieron al medio día a darme la noticia al medio día sentí gran confusión. Esa noche apenas pude dormir. Pasé por muchos estados de ánimo hasta desfallecí de puro agotamiento. Entonces comenzó todo.
En el sueño mi marido estaba sentado a mi lado en la cama, yo inmóvil, paralizada. Francoise se acercaba para susurrarme algo al oído. Desperté exhausta. Ese “sueño” tan vivido se repitió durante una semana en la que apenas pude conciliar el sueño, así que comencé a barajar alternativas para esa situación.
Por aquel entonces salían en los periódicos esporádicamente artículos en los que un grupo de personas en Lyon montaban reuniones en las que decían contactar con los espíritus de los fallecidos, así que sin dudarlo demasiado hice las maletas, un equipaje ligero, sin saber que hasta el día de hoy no volvería a ver mi hogar.

En las afueras de la capital lyonesa encontré un diario que hablaba de mesas giratorias relacionadas con este grupo, y toda suerte de fantasías que a posteriori no estuvieron tan lejos de la realidad. Fue fácil dar con la casa donde se celebraban las reuniones donde me atendieron muy sensiblemente, e incluso no me pusieron ningún impedimento para una reunión para el día siguiente en la que trataríamos de contactar con Franc, saber que impedía su descanso y tal vez averiguar qué trataba de decirme en aquel sueño tan real. Esa noche fue la primera que no se me apareció y no volvió a repetirse desde que comencé la búsqueda.

Al siguiente día, durante la sesión espiritista de los “Amigos de Cardek, como ellos se hacían llamar no se presentó mi marido, pero si emergió otra fuerza que parecía requerir mi presencia bien lejos… en Venezuela. Supuestamente esperaban golpes que respondiesen a las preguntas del interlocutor, pero en vez de eso la voz del convocante, un señor maduro cambió drásticamente, inimitable, con muchas palabras que no pude comprender. Comenzó a hablar como una mujer. Lo curioso es que aquel tono de voz fue exactamente el mismo que le oí a usted hace dos noches.


Volvió a mirarme por el espejo. El coche iba más rápido y algunos hoyos del camino hacían vibrar el interior del coche.

  • Sentí que tenía que reencontrarme de nuevo con aquella voz y así lo hice. Mi inquietud fue tal que hice caso omiso de todo y marché a América. Encargué a un amigo de la familia que cuidase la casa, los autos de Franc… dejando dicho que me iba a ausentar un tiempo. Nadie hizo preguntas. Pensaron que era lógico que descansase de tan duro trance, mientras, atravesaba Francia por Marsella donde un ferry haría transbordo en Algeciras y Lisboa y desde allí, finalmente llegar al puerto de la Guaira, a unos cincuenta kilómetros de la capital.

Cuando desembarqué con el equipaje de mano, en los primeros temblores del alba, ahí estaba él. Mirándome fijamente como si fuese otro espíritu dispuesto a llevarme consigo, pero algo en sus ojos hizo que olvidase todo temor. Me resultaba familiar por alguna razón. Se acercó con su extraño atuendo desgastado y extravagante y un hatillo a la espalda luciendo por encima de los hombros una larga trenza impoluta y me dijo; “Señora Michells, lamento lo de su esposo” e hizo una reverencia inclinándose dejando caer en toda su longitud aquella trenza como un péndulo, naciente de ese gorrito redondo que lleva.

De repente, en la penumbra de las farolas del puerto que aún seguían encendidas, en mitad de la noche agonizante su silueta, aún agachada, comenzó a mostrar un destello blanco a pocos centímetros de las anchas ropas bordadas que llevaba. Como un vapor. Brillo de humo que creció a medida que se erguía a contemplarme con sus ojitos rasgados y algo que identifiqué como una sonrisa. De repente su gesto cambió y dijo serio; “Señora Michells, hay que marchar. No estamos seguros.”
Miré alrededor y las personas tenían también ese blanco leve sobre sus siluetas pero con diferentes tonalidades; naranjas con betas azules, verdes, rojos, violetas con marrones… pero nadie tenía un blanco tan nítido como el señor Bao Ling.
Le devolví la reverencia y me dispuse a buscar algo que guardaba en el bolso alucinando al observar el propio resplandor de mi cuerpo, cuyo brillo se parecía al de nuestro amigo. Él me miró apremiante y sorprendido mientras me colocaba los guantes. Entonces le dije; “No pienso dejar aquí el coche de mi marido”
De repente una angustia me encogió el estómago. Pero no fue un dolor físico. Algo no iba bien ahí fuera en el muelle. Lo entendí, así que tomamos el auto y salimos lo más rápido posible de allí, tanto como nos permitieron los cuatro cilindros del Hispano – Suiza. Sellé en la aduana el pasaporte, que llevé para entrar en Francia, aunque siempre lo llevo por mi país cuando conduzco debido a su pequeño tamaño. Nadie miró en el asiento de atrás donde se ocultó el señor Bao.
Cerca de las primeras colinas de camino a Caracas me di cuenta que apenas teníamos combustible, que tal vez se evaporó al cerrar indebidamente el depósito. El caso es que en una de las lomas ascendentes en motor comenzó a quejarse, a dar tirones a pocos metros de un desvío con un cartel que reconocí al instante; Cardek”. Llegamos justo con la inercia suficiente para comenzar el descenso de la rampa hasta el árbol de María que ya conociste. Durante el transcurso del día fueron llegando los demás.


La claridad iba ganándole terreno a las sombras de la noche que se escondían en el horizonte frente a nosotros.
- Creo que lo del tema político que inquietaba a María no resultó ser tan trascendente. – Dijo finalmente.
  • Nada de eso. – Balbuceó Jorge arropando a la niña en sus brazos grandotes en un bostezo. – Era crucial. Por eso, para defender y difundir esa idea se han quedado Dominique y Joao junto a doña María y su hijo. Para darles esperanzas a un pueblo que necesita cambios, como igualmente los necesita el mío propio “parseros.”
Me hace mella el acento de aquel hombre moreno de voz grabe y profunda. Cálida y alegre a la vez.

  • A veces se necesita de otros ingredientes para hacer la misma receta. - Dijo – Un niño greengo, un Portugués y levadura de la tierra propia y africana para levantar el nuevo bizcocho. Además el papá del gringuito era negro y algo le habrá quedado de la pasión africana en las venas, y también lucha por las igualdades. Del amigo de usted no sé mucho, pero algunos repiten su propia historia para enmendar errores del pasado.
  • Qué quieres decir. – Le pregunté.
  • Bueno, - Comenzó su aclaración - que es posible que en otra época Joao haya estado relacionado con las conquistas europeas de estas tierras, el abuso y la esclavitud.
  • Eso fue hace muchos años, Jorge. No es posible que tenga que ver con ese pasado, además, el también es gitano.
  • Y qué tiene que ver eso “parse”. La mayoría de los que llegaron aquí, después de los nativos claro, eran, con el mayor de los respetos, los desesperados del viejo mundo. Los que no tenían chance allá y se la jugaron en los mares. Y los gitanos estaban a la cabeza de la lista junto a reos y nobles venidos a menos en la Europa. De echo el que vio desde el carajo del barco de Colón “tierra”, un tal Rodrigo Díaz, era un gitano de Jerez de la Frontera.

  • Bueno, y tu como sabes tanto de eso. – Pregunté un poco disgustado.
  • Parse”, para contar historias es bueno leer algunas primero, o escucharlas… - Hizo una pausa tomando aliento para otro leve bostezo. – Mi papá trabajaba en una pequeña biblioteca en Medellín, y desde que era un “chino”, un “pelado” no más, lo esperaba después del colegio en la sala de lectura para marchar juntos a casa.

La niña se despertó seguramente por el elevado tono de voz que empleé contra el “parse”. Su carita joven me miraba regañona y aún con cara de sueño.

  • Disculpe Jorge… - Dije un poco avergonzado por mi propia ignorancia y siendo consciente de la rabieta infantil que me había rondado el coco. – y tu también discúlpame, - Dije dirigiéndome a la chica que me observaba con lupa. – Este juego de tantos cambios me está volviendo majareta.
  • Puede ser, - Intervino Sophie. – pero al menos tiene algo de sentido. Por muy extraño que parezca puede tener algún sentido, ¿No cree usted Negro? – Volvió a mirar por el espejo con tono sonriente. Pero, realmente qué podía pensar de aquella historia… Me había escondido en un baúl de los nacionales y ahora iba a Colombia con semejante grupa tan raro.
  • Un buen desayuno nos calmará los ánimos a todos para ver las cosas con mejor cara. – Concluyó Sophie.
  • ¡Arepaaasss! – Dijo Jorge.
  • ¡Avenaaaaa! – Dijo la niña y los dos rieron como críos. La verdad es que tenía que encontrar el modo de estabilizarme ante lo inconcebible, porque mientras siga con ellos es seguro que seguiremos en el mismo plan…
  • Ya no podemos volver, – Dijo de repente Bao Ling desde su asiento. – nos están buscando.

Sophie miró un instante a su copiloto que permanecía con los ojos cerrados como en una extraña vigilia. ¿Acaso había dormido algo durante toda la noche? ¿Y quien podría estar buscándonos por esos caminos de mala muerte?

Al parecer no le preocupaba que le siguiese el mismo diablo, él no se inmutaba. Por lo visto esa era la razón de que andásemos por esos lugares en vez de caminar por vías principales. Alguien nos buscaba.
El motor hizo gala de su potencia en una aceleración digna de una carrera, el pedal respondía al más leve roce del pie de la aguerrida conductora, y el desayuno quedaría pospuesto para una tarde bien avanzada en una de las inusuales estaciones de servicio de encontramos por aquellos carriles.

Cada palabra de Bao caía como una sentencia irrebatible sobre los hombros de los cuatro. Ese tío tiene realmente algo especial. Me fijé más en él durante aquel trayecto. No parece descansar ni cuando está de copiloto. Estoy seguro que escuchó la conversación de esta mañana con Sophie. Ella decía que veía luces procedentes de las personas, luces de colores… Jorge resultó ser un ratón de biblioteca, el señor Bao es un pozo de preguntas y de la chica no sabía nada.

En ese instante noté que unos ojos se me clavaban en la sien. Me volteé a mirar y efectivamente, la chica me mira con ojos profundos como dos mares totalmente indignada. Me sorprendí a mí mismo tratando de esconder los pensamientos de aquella mirada penetrante. Me fui apretando contra la tapicería de la puerta mientras ella fruncía cada vez más el ceño.

  • ¿Quieres saber de mí..? ¿Mi nombre quizás?

¡Demonios! Como puede saber… ella… Pudo ser casualidad pero quedé igualmente helado pegado al cristal. Traté entonces de ponerla a prueba después de un respiro eterno. Imaginé algo para comprobar si realmente era capaz de meterse en el “coco” de otro, pero no se me ocurría nada inteligente. Así que traté de ser sincero, no me quedaba otra, y me esforcé en preguntar mentalmente.

  • Discúlpame ¿Cómo te llamabas?”- y aguardé pacientemente a que me mandase a la mierda o algo peor, pues aquella chiquilla me había demostrado un carácter arrollador y algo más. En lugar de sus labios algo se movió en mi cerebro mientras escuchaba una leve voz lejana, como una nueva conciencia inquilina de este pequeño espacio entre oreja y oreja.
  • Si te portas bien te contaré algo” – Lo oí claramente, pero creo que ya es suficiente. No necesitaba saber nada más de ella. En ese momento seguía con la espalda pegada al cristal del coche, como una salamanquesa, y las manos agarrotadas contra la tapicería de cuero marrón y blanca. Traté de relajarme un poco tras tomar aire debidamente y recuperar poco a poco mi plaza que había dejado prácticamente libre. Cerré los ojos y me dispuse a mantener mi primera conversación no verbal.
  • Discúlpame por haberme asustado y por no recordar tu nombre” – Pensé, y tras unos segundos “escuché”
  • No te preocupes. Les pasa a todos. Me Llamo Luzía.”- Es increíble, pero estoy pensando ¡y ella lo pilla al vuelo! Está pasando. Su “voz mental” era suave y dulce.
  • Dijo el hijo de María que te escapaste de una cárcel brasileña. Supongo que “esto” te ayudó bastante, ¿no?” – Segundos más tarde volví a oír su preciosa voz.
  • A veces puede ser muy útil saber lo que saben los demás.” – Ambos hicimos una pausa.
  • Entonces, supongo que otras debe ser una tortura… porque habrá cosas que no quieres saber y que encuentras en las mentes ajenas, ¿no?” – Le pregunté a la voz.
  • Sí” – Respondió la voz esta vez más rápido. – “Pero “esto” no funciona buscando en las mentes ajenas. La mayoría de las veces controlo qué escuchar, pero hay gente que literalmente grita sus pensamientos tan fuerte que no hay manera de callarlos”

Entonces abrí los ojos y me fijé en la tranquilidad de Bao, Sophie que maneja con sus preciosos guantes de cuero blanco, a juego también con su camisa y pantalones, y en Jorge que miraba por su ventanilla algunas gotas de lluvia deslizándose por el cristal al atardecer. Resignado pensé con los ojos abiertos y la mirada baja.

  • Siento haber armado tanto escándalo “mental”, pero es que me siento muy perdido.”
  • No te preocupes. Todos estamos igualmente perdidos.” – Respondió la voz casi al instante. – “Pero al menos, ahora no estamos solos.”

Instintivamente pensé en comer… distraerme de aquello, tan irreal…
Tenemos bastante comida en el maletero, al menos hasta mañana y no necesitábamos parar a menos que surgiese algún imprevisto, una avería… o higiénica.

  • ¿Sientes que nos sigue alguien?” – Pensé, pero no obtuve respuesta.
  • ¿Quién crees que quiera hacernos daño?” – Volví a intentarlo y esta vez si funcionó.
  • Es algo que no desea que ninguno de nosotros respire.” – Respondió la mente de Luzía. – “Ya consiguió encerrarme una vez durante casi un mes en una cárcel de mujeres, pero no pudo evitar que nos reunamos” – Hubo una pausa en mi mente. Sus palabras me hicieron sentir un poco mejor. – “Eso indica que tenemos una oportunidad.”
  • ¿Qué crees que debemos hacer Luzía? Yo solo he leído una vez el Tarot, decís que alguien habló por mis propios labios y María me dijo algunas cosas más sobre mi que bastante trabajo me cuesta creer.”

Nadie contestó. El silencio se hizo en mi mente aguardando aquella voz que tan bien me había hecho sentir, tan especial. Entonces una voz diferente apareció, una voz débil. Era mi propia conciencia que susurró; “Confía”.

No volví a hablar con Luzía ni con nadie el resto del camino. Traté, en la medida de lo posible de respirar y estar en paz. Al menos estaba seguro de algo; jamás volvería a olvidar su nombre.

  • No debemos andar demasiado lejos del lago Maracaibo, ¿no es cierto señor Bao?
  • Sí señora Michells. Debemos entrar en la carretera principal cuando podamos.

Así fue que a los pocos kilómetros nos encontrábamos circulando con toda la potencia del coche, a gran velocidad por el asfalto firme en mitad de la noche. Las gotas siguen acariciando los cristales y el ambiente en el interior sigue cálido como cuando desembarqué en La Guaira. Finalmente comenzamos a cruzarnos con otros vehículos, esporádicamente al menos.

Medité sobre las preguntas que le hice a Luzía y las respuestas que llegaron a mi cabeza; “Confía”. Pensé en la espada de luz de la que me habló María y esa relación con los demonios que me reveló.
De repente recordé algo que me ocurrió de niño, bien pequeño, con unos cuatro años o cinco y que tal vez tiene relación con la historia de la “espada de luz” de la que me habló la anciana.

Crecí en un campito no muy grande, como un jardín salvaje donde mi madre sembraba patatas y había Nísperos dulces en los árboles, allí observaba como crecía la hierba con gran sosiego y felicidad. Uno de esos días creí ver en los blancos muros de la casa algo, como un haz rosáceo que igual que un foco recorría la pared a la luz del claro día. Miré a un lado y a otro tratando de ver de dónde procedía aquello que seguía serpenteando por el muro encalado, hasta que tuve la sensación de que la luz no venía de ninguna parte mas que de mis propios ojos.

Con la idea de enfocar un punto fijo y percibirlo mejor busqué una piedra en el suelo pequeña donde concentrar aquella luz desvaída y rosa con más potencia. Encontré una piedrita a mis pies donde pude apreciar que aquel tono rojizo cada vez se iba volviendo más fuerte hasta alcanzar una intensidad tal que levantó una leve columna de humillo del suelo…
Convencido de que aquello era capaz de arreglar y “operar” sin abrir a nadie me prometí feliz y confuso que nunca contaría a nadie para que no me considerasen un loco. Pensé antes de volver a la casa que si se volvía a repetir sería perfecto, pero hasta entonces lo dejé olvidado en el fondo de la conciencia.

Apenas había recordado aquel incidente alguna vez que creí enterrada hasta los veinticinco años, año en que se volvió a repetir lo de aquella luz. Fue la confirmación que esperaba desde pequeño. Esta vez ocurrió de noche y las dos veces recuerdo una gran felicidad, antes y después de ver el rayo… o la espada…
Aquello quedó marcado a fuego, un fuego muy especial aguardando el momento justo para reavivarse.


  • Eso es muy interesante Negro.” – Apareció de nuevo la voz de Luzía dándome un susto impresionante.
  • ¡No vuelvas a hacer eso! – Grité a la niña que sonreía pícara. Todos se volvieron a verme sorprendidos, para un instante después sonreír cómplices de la jovencita. Al parecer no era el único con el que la niña mantenía conversaciones mentales, o tal vez los otros también escuchan mi pensamiento…

  • Lo siento Negro, siento haberte asustado, pero tranquilo. Soy la única que “escucha” pensamientos.”
  • Pues gracias” – Pensé – “Y discúlpame otra vez por asustarme. Dame tiempo. Ya me acostumbraré”
  • De acuerdo. Pero ciertamente eso que estabas pensando es muy curioso. Eso de la mirada luminosa es algo realmente increíble. Nunca había escuchado nada semejante.”

Dicho… bueno, más bien, “pensado” por ella ya es decir bastante. Seguro estaba acostumbrada a secretos increíbles de mucha gente.

  • Creo – Volvió la voz dulce y melodiosa de la joven a mi cabeza – que deberías compartirlo ese luminoso pensamiento con el resto.”
  • Aún es pronto” – Respondí. – “No estoy seguro de…” – Entonces aquella voz propia volvió a emerger como un hielo recién caído al vaso; “Confía”

Cae la tarde con sus últimos rayos furtivos de las nubes sobre el capó. La llovizna no cesaba mientras un rojo salido como de otro mundo en el ocaso tiñe de increíbles tonos el cielo por donde se esconde el Sol.

  • Chicos, - Comencé tímidamente a decir – Creo que tengo que contaros algo. – Y así narré la historia de esa infancia, la vuelta a los veinticinco y las conversaciones con María acerca de los demonios y la espada de luz angelical que San Miguel me había prestado. Incluso comenté lo de las palabras escritas en la hoja de aquella legendaria espada.


  • Kushevita Tamatara Kushevak”, eso dijo que ponía en hoja de la espada. Así que entre tanto Caos de informaciones imposibles, relaciono que esa potente luz de los ojos puede ser a la que se refirió la señora. – Hice una pausa en la que nadie dijo nada.
  • Bueno, qué pensáis que puede significar esas palabras.
  • No lo sé, pero espero que nunca tengas que mostrarnos la espada. – Dijo Luzía con una sonrisa a medias – ¡No tengo ganas de ver demonios en ningún sitio!
  • Desde luego no me están faltando argumentos para contar buenas historias “parse”.

Desde el volante los ojos de Sophie me miraban con curiosidad extrema.

  • Me han ocurrido tantas cosas en relativamente tan poco tiempo que ya no sé muy bien qué pensar. – Confesé. – Ni de lo que me rodea ni de mí mismo. Sólo espero que algo blanco me guíe en esta oscuridad y sea capaz de seguirlo hasta el final.

El coche hizo un extraño que nos tambaleó a todos en nuestros asientos.

  • ¿Qué es eso? – Bao Ling se puso tenso en el asiento por primera vez en dos días que lo conozco señalando al frente del camino. Al asomarme entre los asientos delanteros choco con las cabezas de la niña y del rellenito cuenta cuentos mientras alguien agita los brazos en mitad de la carretera delante justo de los focos.
  • Parece un niño. – Dijo Jorge. – Un jovencito.
  • Está asustado… realmente asustado. – Comentó Luzía, y del sabido modo aquella opinión es sentencia para los cuatro.

Se detuvo el coche dejando el motor en marcha. El joven, un campesino parece un flan en mitad del ocaso corriendo por los charcos. Bajamos de aquel lujo con ruedas hacia el joven que se paró agotado y sollozando ante los cinco. Sophie se acercó a el poniéndole una mano en el hombro. La fina lluvia apenas calaba entre el calor caribeño y el sofoco de ver aquel joven muerto de miedo.

  • ¿Cómo te llamas, chico? – La inesperada pregunta de nuestra intrépida conductora parece que hace reaccionar poco a poco al chico, sacándolo de su pesadilla. Alzó un poco la cabeza mirando al grupo de uno en uno, mientras un pequeño gesto de extrañeza florece en su rostro.
  • Émerson… - Pronunció algo más calmado. – necesito ayuda… Hay alguien en mi casa que quiere acabar con migo.

La lluvia comenzó a hacer serio acto de presencia para mayor confusión.
Nos miramos con la duda de intervenir o no, debido al escaso tiempo del que disponíamos, según la profecía de los barcos destruidos pronunciada supuestamente por mis propios labios. Pero tampoco podemos dejar así al chico en mitad de los campos, hasta que en nuestro debate Bao Ling resolvió por pedirle al joven;
- Llévanos a tu casa. Por favor.

Me aseguré de que mi navaja siguiese en el cinto al tiempo que el oriental le ofrece de una forma extraña la mano a Émerson. Éste dudó un instante, para finalmente señalar entre unos sembrados. – Vivo allí.
Apuntó a unas débiles luces que asomaban sobre una loma rodeada de árboles, de los que sólo se aprecia una tétrica silueta en el último destellos de luz de aquel día.
  • No hay casualidades. – Murmuró Bao Ling. – Vamos.
  • Dejaré el coche a un lado del camino. – Comentó Sophie. – Les alcanzo en un instante.

La lluvia comenzaba a aliarse con el viento a ráfagas dispares mientras en fila comenzamos una ascensión a aquel monte por un sendero que nacía a pocos metros del coche. El chico iba primero escoltado por nuestro domador, no sólo de leones, por lo visto, Jorge miraba de cuando en cuando los pasos recorridos por el camino preocupado seguramente por Sophie, y este gitano Negro cerrando la comitiva dado de la mano con Luzía que marchaba sorteando de piedra en piedra los carriles de agua que bajan la pendiente. Desenfundé sin que me viesen medio cuerpo de la navaja observando el brillante filo. En el camino dejó de rugir el potente motor al tiempo que los faros se apagaron dejando casi a oscuras todo el paraje.

La subida es estrecha y serpentea a la izquierda. A medida que ascendemos encontramos escalones erosionados por el olvido, salteados como la dentadura mellada de un viejo. En lo alto un caserón enorme aguarda nuestra llegada con una amplia entrada, tímidamente iluminada por uno de los dos candiles de petróleo que titilan flanqueando la puerta principal. Otro camino, tan amplio que camiones podrían circular perfectamente por sus lomos, llega a nuestros pies como una lengua cansada del ascenso rodeando la casa para perderse luego entre los árboles.

La piedra de la fachada parece que está al amparo de raíces trepadoras y otros verdes que la pueblan sin tiempo. El chico se detuvo en la puerta para sacar del bolsillo un considerable manojo de llaves, patente el temor aún en su pulso inquieto, para continuar poco a poco hacia la puerta. Nos sacudimos un poco el agua de la intensa lluvia que caía en estos momentos sobre los campos boscosos. El metal entró en su cerradura para mostrar lo que sería una sala espaciosa de la que no se percibe el final.
El larguilucho Émerson no era capaz de dar un paso adelante en aquellas tinieblas que ahora se abrían a pocos metros tras el imponente marco de madera. La oscuridad alrededor es prácticamente total.

Jorge se adelantó con el candil en la diestra al que seguimos.
- No habrá podido salir. – Dijo Émerson en un suspiro mientras no quitaba los ojos del gran espejo de la sala. Miré a Luzía buscando en su expresión alguna pista sobre lo que pudiese “oír” de la trastornada mente de aquel chico, pero ella se encogió de hombros negando con la cabeza. Parece que éste es uno de esos chicos herméticos para ella.

Bao Ling tomó la iniciativa recorriendo curioso los recovecos de la sala. La decoración es rica en cuadros y trofeos de caza por un pasillo que nace al fondo. Parece que un noble rico había abandonado aquel lugar a toda prisa dejando su mejor inventario.

  • ¿Vives aquí solo, “parse”? – Preguntó Jorge incrédulo. El joven de unos dieciséis años asintió. El no tiene pinta de pertenecer a la realeza, más bien parece un mozo de cuadras que atiende el campo y a veces los caballos, si los hubiera…

Placas de metal conmemoran eventos o títulos de un pasado mejor, junto al gran espejo que ampara dos puertas. En él siguen los ojos del chico clavados.

Entró Sophie como una sopa, tras la cual cerró la puerta de la que no tenía intención alguna de abandonar. Está aterrorizado.
  • ¿Qué es lo que te ha atacado, Émerson? – Dijo Luzía mientras los demás dejábamos que aquel lugar nos embaucase. El mencionado pasillo y una tercera puerta de madera noble distribuían la casa. El silencio a la pregunta llamó mi atención sobre la joven pareja que permanecían apartados en la entrada frente a frente. Bao y Jorge Marcos también se voltearon esperando una respuesta del chico, pero no oímos nada.
Esa parte queda en manos de nuestra pequeña telépata, con la que parece mantener una interesante charla sobre los secretos que no supo contarnos de aquel lugar. De pronto la voz tenue de Sophie irrumpió en la sala.

  • Aquí hay algo. Algo que se siente incómodo.
  • ¿Algo? – Pregunté burlón. – Pues pregúntale qué le ha hecho el chico para que se enfade.

Sin embargo, a estas palabras algo cambió en la estancia, pues nos fuimos reagrupando poco a poco en el centro, empujados por una sensación extraña pero común a todos. Realmente ahí hay algo y nos observa. Cientos de intenciones apuntan hacia nosotros. Al menos eso siento en este instante.

Un frío desproporcionado surgió de la nada. En un instante todos estábamos frotándonos los brazos y exhalando un bao denso.

  • Está aquí otra vez. – Dijo Émerson temblando, quien sabe si por el frío o el miedo.
Por lo visto la navaja no puede protegernos de este intruso, pero no por eso iba a dejarla descansar tranquila demasiado tiempo.
- Creo… - Comenzó a decir Luzía que también se encogía de frío. – que este sería un buen momento para sacar su espada, señor Negro.

Cerré los ojos.
Estoy impotente a merced de esa fuerza desconocida, totalmente desnudo. Nuestras espaldas se apretaban cada vez más las unas contra las otras y nadie era capaz de acercarse a la puerta, a tan solo unos metros de donde estamos. El temor se acomodó en mis huesos junto al glaciar que de otro mundo emergía en la sala.
En mi rudo razonamiento la espada surge de los propios ojos, pero aquello tiene que nacer de algún lugar aún más profundo. Algo más allá del cuerpo, hacia lo mental.
Entonces recé. Desesperado recé al santo Miguel, que según María me concedió una responsabilidad de iluminar lo que esté en penumbras a través del filo luminoso.

“Si este ser que pena por esta casa no teme a la luz que hable entonces de sus propios miedos, esos que le hacen actuar de este modo. Sino, que se retire a las tinieblas de las que vino.”

Entonces algo ocurrió. Aún con los ojos cerrados vi algo reluciente justo al frente. Es el enorme espejo de la sala que guarda algo dentro lleno de dolor. Así abrí los ojos y fui lo más erguido que pude hacia allá, entre las grandes puertas que flanquean aquel reflejo.
Noto los ojos de Luzía observándome detrás mientras la mano palpa torpemente los recodos del marco dorado buscando una rendija, un hueco, pero nada.
La tiritona me obligó a gemir de dolor, me ahogaba, me falta aire.
Cada vez que parpadeo se deja ver en la momentánea oscuridad esa figura que instantes atrás se mostró agónica tras el vidrio, agonía que se convertía lentamente en la mía propia. Conozco el desasosiego que produce el cautiverio, siento la asfixia en aquella mirada tras el marco cuando cerraba los ojos, la negrura de su alma.
El contorno de su perfil mostraba rasgos cómplices para el desamparo, para el abandono y la desesperanza, un hombre fuerte venido a la miseria de su propia condena… que ya es la mía propia.

Me asfixio al ritmo que los ojos del caballero se cierran con los míos, me desvanezco al ritmo que su capa hondea por un viento demencial…

Desorientado y sin aire reaccioné impulsivamente. Dando un paso atrás saqué de su funda la navaja y la lancé contra el espejo que se convirtió en mil añicos por los aires. Rebotó el proyectil contra algo que desencajó el mango de su hoja volando cada uno por un lado junto a trozos brillantes por toda la sala.
Caí al suelo despavorido por los vidrios y aquella explosión sorda. Alcé la cabeza recuperando un poco el aliento para ver tras el marco una capa de reluciente metal tras los pedazos.

  • Hay algo ahí… Un muro de madera. – Dijo Sophie que se acercaba junto al resto haciendo un ruido inconfundible a cada paso que molía aún más los cristales.
  • ¡Ya no hace frío! – Dijo Jorge sorprendido mientras exhala comprobando su descubrimiento. – Oye… ¿estás bien?
  • Si gracias… Veamos que hay tras las tablas. – La madera había sido pintada con un tipo de color raro, aparentemente metálico, pero herrumbroso al ir acercándose la mirada curiosa. Tienen bastante humedad, como la mayor parte de la sala, pero detrás de las tablas, algunas de las cuales tuvimos que romper, no había nada.

  • Oye Émerson, - Dije. - ¿desde cuándo llevas aquí solo soportando… esta situación?
  • Desde que mi padre abandonó la casa hace un año ya, creo. - ¡Un año! Este chico se acaba de convertir en mi héroe particular.
  • ¿Y te dejó aquí solo? – Preguntó Sophie mirando alrededor con espanto.
  • No. Es que yo no quise ir con él… me daba miedo… - Bajó la mirada. – más que la casa. Pero parece que ya se ha calmado un poco.

Un trozo grande de espejo calló al suelo haciéndome casi vomitar mi corazón. Miramos todos los últimos fragmentos que rebotaban en el suelo en un instante detenido para los relojes de nuestra mente. Sobre estos, en el marco carcomido de polillas, un pliego de cuero asoma por un costados entre el fondo de madera y el vidrio. El señor Bao Ling, el más cercano, alargó la mano y le extendió el paquete a Jorge. Éste nos mira emocionado mientras abre el cuero. Dentro guardaba un papel amarillento que a la tenue luz del candil transparenta algo escrito.

  • ¿Qué dice? – Preguntamos algunos casi al unísono mientras él ya llevaba leídas unas cuantas líneas.
  • ¡Oh! Disculpadme… Parece un poema.

Placed a vuestro gozo hasta que las urbes toquen el agua
degustad los vinos de la Bella Dama antes del sueño
las santas llaves dirán si esta tierra es mía o vuestra
aguantad los caballos para que la plebe corta las riendas”

– Aparte de este poema extraño la carta dice algo más. - Se detuvo un momento para seguir diciendo.

Llegar ha implicado coraje de caballeros,
en este Templo de ruinas,
a vos os lego los sueños oxidados
de otro pueblo casi aniquilado…”

  • Y unas letras al final, como una firma; “VIE XIII”
  • Qué significa esto… ¿Alguien tiene alguna idea, por loca que parezca? Que hoy me lo creo todo… - Dije mientras miraba la carta por encima del hombro de Jorge. Él mismo, tras un silencio general miró de repente a Émerson.
  • Una biblioteca… Aquí hay una biblioteca. ¿No es cierto?
  • Si. – Respondió el joven señalando por el pasillo hacia las sombras. Algunos no dudaron en ir directos en su busca.

Aún en la sala Sophie se quedó mirando a Luzía, la magnífica mentalista de este grupo tan variopinto, con los ojos bien abiertos, sorprendida de algo que quizá averiguase en la conversación privada que desarrollaron al principio en la puerta, o quien sabe…
Las tomé de las manos y las invité a caminar por el pasillo en la retaguardia.
Está claro que el chico tiene o tenía un inquilino bien particular, pero puede que haya otros del estilo en otros rincones del caserón. Los pasos resuenan entre los muros mientras seguimos la luz recortada por las siluetas de nuestros compañeros.

Bao Ling y Émerson guiaban al grupo candil alzado entre cuadros polvorientos y varias puertas a los costados, hasta que nos detuvimos en una de ellas. El chico volvió a sacar el manojo del bolsillo y encontró rápido una llave particularmente más grande que las otras. Hizo diana aún tembloroso en la cerradura mientras decía: - “Esta puerta estaba prohibida mientras vivía el señor.”
El pomo crujió por el peso de lo que parecían siglos. Al abrirse arrastró una ola de fino polvo del suelo que subió hasta la cintura de los primeros. Dentro, frente una mesa de escritura, un mar de letras y telaraña inundan aquella sala abandonada hacía tiempo.

  • En sus últimos años el señor no podía bajar de la habitación. Se lamentaba día y noche por ello.
Mi curiosidad se centra ahora en lo que pudiese haber sentido Luzía sobre los menesteres últimos del antiguo dueño de esta casa, y así desde la entrada vimos como las siluetas de Jorge, Bao eran seguidos por Émerson al fondo de la sala. Me volví a Luzía y le dije en voz baja.

  • Sabes algo de este lugar, o del chico, ¿no? A mi me da mucho respeto este sitio, pero creo que, como dijo Bao en el coche, las cosas no ocurren por casualidad. Creo que esto tiene que ver igualmente con nuestro viaje. ¿Qué pensáis vosotras?
  • Es cierto, señor Negro. – Dijo Sophie. – Siento algo de armonía ahora, desde que rompiste el espejo. Una paz semejante a la que encontré en el hogar de María, en sus dulces palabras…
  • Aquí sigue habiendo algo. – Interrumpió la joven. – Pero creo que está calmado. Es curioso porque escucho voces, como antes, como cuando estábamos en la entrada, pero ahora no son lamentos… más bien parecen cantos… Por cierto. ¿Qué es lo que vio frente al espejo, señor Negro? Le escuché hablando con alguien…

Cuando nos quisimos dar cuenta nos habíamos quedado sin luz alguna, la puerta de la biblioteca se había cerrado con nosotros fuera. La oscuridad era casi total. A tientas giré el pomo pero no se movió un centímetro. Golpeé la madera resonando un eco eterno por el largo pasillo. No hubo respuesta. En algún lugar la niña seguro oía sus voces, los pensamientos resonando en su cabecita rizada pero un sollozo comenzó a delatar su posición en aquella densa penumbra. Mis manos, nuevamente a tientas llegaron a Luzía para encontrar igualmente las de Sophie acariciándola.

  • ¡Ahí dentro no hay nadie! – Nos asustamos de verdad consumando un abrazo en la más profunda de las soledades.

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  • ¡Este es! – Dijo felizmente Jorge. – Estante trece, es decir “XIII”, y ahora a encontrar un libro que empiece por “VIE”.
  • Aquí hay uno señor. – Ofreció el joven amablemente mientras Bao Ling observa atento el placer que produce aquel lugar en un gran lector como parecía ser el cuenta cuentos.
  • Vientos de la espada”, por Robert de Lunell. –Comentó en voz alta jovialmente.
  • Parece que no hay otro título con esas iniciales… Bien.
  • Señor Jorge, el libro debe tener alguna relación con el poema que leímos anteriormente. Hay un juego oriental en el que unas pistas se esconden para que los niños las vallan siguiendo hasta dar con un pequeño tesoro… algo dulce, o un obsequio.
  • Yo creo… - Comenzó a decir tímidamente Émerson.
  • Continúa por favor.
  • Creo que se trata de las escrituras de la casa, de esta casa.
  • Explícate muchacho. – Volvió a pedir el cuenta cuentos.

  • Este caserón es el resto de un castillo que, según decía el señor, trajeron piedra a piedra desde Europa. De Escocia, me parece, pero la última persona descendiente directo del que lo mandó traer, castigó a su propio hijo, el único y último heredero, dejándolo sin nada a su muerte. Tan solo la posibilidad de residir en este hogar. Supuestamente se volvió loco buscando algo que nunca encontró.

Esto estuvo un tiempo abandonado y mi padre me obligó a fisgar por todos los
rincones buscando el dichoso documento. A aquel viejo y solitario señor fue al que servimos largo tiempo mi padre y yo, desde que el viejo se enteró que había un papel que legaba las tierras y lo que queda de la casa al portador. Por eso pedimos empleo acá. “Sólo hay que encontrarlos,” solía decir mi padre, pero nuestro difunto señor jamás halló tal cosa, igualmente nosotros nunca encontramos nada. Hasta hoy.


Los tres miraron la carta que seguía en manos del colombiano.
  • Y el antiguo dueño quién era. – Preguntó Jorge.
  • Fue un señor que volvió de la vieja Europa reclamándolo todo, las tierras y el castillo, que con los años fue reduciéndose a polvo. Nadie opuso resistencia legal ni nada, pues aquel hombre tenía plata y ofreció trabajo a muchos en el campo y la casa.

Mi padre que creía esa historia quiso atender los menesteres del hogar para poder hurgar cuando el anciano no estuviese atento, pues también conocía la famosa historia de los documentos y se animó, como diversión al principio, a buscarlos a hurtadillas por los rincones. Hasta que la demencia de ambos hizo que el abandono llegase de nuevo a este lugar desquiciando a mi padre y llevando a la miseria al viejo señor. Nadie vino a su entierro. Ni mi padre. El aprovechó para seguir buscando mientras yo cavaba. – El chico tragó saliva antes de seguir.

  • Comenzó a creer incluso que yo había encontrado los papeles ocultos tras un armario, debido tal vez a que soy un muchacho tranquilo, pues sólo quiero un lugar donde descansar y vivir en paz, pero él lo interpretó como una conspiración contra su vida para quedarme con todo yo solo. Antes no necesitábamos un castillo y éramos felices…

  • La historia es increíble. Es buena… Desde luego estoy sacando buenas historias para nuevos cuentos, además tiene sentido con lo que narra el poema…
  • ¿Si..? – Afirmó dubitativo el chico.
  • Creo, - Aclaró Jorge. – que es posible que aquel señor que trajo el castillo acá dejase algo más que estas escrituras, algo más que una herencia familiar para un hijo, seguramente caprichoso y mal criado, sino todo un legado de virtudes. Un legado muy antiguo. Qué cree usted señor Negro… pero ¿A dónde han ido esos tres?


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  • Bueno señoras, creo que si había un candil encendido podremos hallar el modo de encender el otro.
  • En la entrada había otro apagado, junto a la puerta. ¿Vamos? – Preguntó Sophie viendo que ninguno nos atrevíamos a dar un paso.
  • Vale, pero no me suelten de la mano. – Pidió Luzía a lo que ninguno pondría ninguna objeción alguna.

Caminamos en línea recta de vuelta por lo que intuimos que era el pasillo ayudándonos para ellos con las manos rozando la pared, hasta la sala, donde una pequeña vidriera en la entrada permitía colarse algo de claridad lamiendo las baldosas, conformando un intrincado mapa de reflejos sobre los pedazos esparcidos por el suelo.
Dando un par de tirones logramos finalmente abrir la puerta principal tras la que una blancura dorada ha sustituido la lluvia que navega ausente por los cielos en su natural modo de regar los bosques. La luna se eleva frente a nosotros imponente y el olor a tierra mojada y verde seduce en el aire.
Quedamos hipnotizados un momento por la belleza del astro, madre de la noche, hasta que salí del estupor por las palabras de Sophie.

  • Ahora sólo necesitamos fuego. – Mientras, descuelga el candil de su gancho mohoso.
  • Regreso en un momento. Voy al coche a por combustible y fósforos. No dejen que se cierre la puerta.

Ahí quedamos Luzía y yo admirando la maravilla de las estrellas sentados junto al marco de madera, viendo como las nubes de lluvia siguen su paso lento por el cielo abriendo claros en la espesura por la reina de la noche. Al fondo de la loma, junto al camino, una luz comenzaba a brillar cada vez con más fuerza. Llegó al poco con el candil en la mano y un peculiar olor a gasolina.

  • Por dónde empezamos. – Preguntó la portadora de la luz.
  • Volvamos a la biblioteca. – Propuso Luzía. – A lo mejor ahora tenemos más suerte.

  • Habrán ido a comer algo al coche. – Comentó Jorge.
  • Parecían muy cansados cuando me encontrasteis en la carretera.
  • Es posible…

Bao mirando la puerta con cierto recelo se acercó al pequeño escritorio del que agarró la pesada silla de madera en dirección a la entrada-
  • No se abre. ¿Qué le pasa?

Émerson se acercó con el manojo de llaves mientras Jorge volvía otra vez a la escrupulosa lectura del libro Vientos de la espada, el pomo giró al instante y la puerta dio entrada a las tinieblas del pasillo. El aplicado lector, desde la estantería, contempló por encima del lomo las huellas que habían dejado sobre el polvo que flota a sus anchas por la sala en un siniestro mar a la luz del candil. La silla hizo las veces de tope para evitar nuevas encerronas. Al voltearse, el domador contempló al compañero de viaje sumido en un universo de letras antiguas.

  • Sigamos con esto. – Comentó intrigante pasando página tras página.- Estoy convencido de que en esta casa hay escondido algo más que estas escrituras.
  • Qué le hace pensar eso señor. – Preguntó Émerson reflejando en su voz una calma creciente.
  • Por algo que dice el poema. – Lo mostró de nuevo desplegándolo sobre el escritorio con el candil en la diestra invitando a leerlo.
  • Mirad, creo que ciertamente son como bien dijo el señor Bao Ling, los versos son pistas. El primer acertijo es la firma de la carta con esos números romanos y la signatura de la biblioteca que nos ha traído a este libro. – En ese momento depositó el ejemplar sobre la mesa con el desgastado título medianamente visible.

  • Sobre la “firma”, en el último verso se comenta el coraje de caballeros, quizás por no haber salido corriendo, alocados, con perdón de tu padre, ante la presencia que incitara al señor Negro a apuñalar el espejo. Cualquiera, menos este valiente chico, se habría largado olvidando cualquier promesa de mejores riquezas que no sea conservar la propia cordura.

También comenta “este templo de ruinas” y “sueños oxidados de otro pueblo casi aniquilado…” – Hizo una pausa contento esperando algún indicio de conocimiento sobre el tema en el auditorio, pero cayó en la cuenta de que el oriental probablemente nunca haya oído esa historia y Émerson, tal vez a penas sepa leer. Un poco decepcionado por la incomprensión del público comenzó a narrar en un tono soñador.


  • Cuentan leyendas y narraciones de un tiempo remoto que un grupo de caballeros medievales hallaron en tierra santa uno de los mayores tesoros del mundo, que rápido les otorgó poder y el temor de todos los reyes y órdenes eclesiásticas en la antigua Europa. Decían que sus almas estaban forjadas como armaduras a base de paciencia y templanza, de ahí que uno de sus nombres principales y por el que fueron conocidos sea La orden del Temple, con la santa misión de proteger a los peregrinos que quisieran llegar a sus nuevas tierras recientemente conquistadas por sus propias manos en el Este del continente, al otro lado del mar Mediterráneo. Por envidia a su riqueza y deseo de poder un rey Francés, convencido ya el papa de esos actos impuros y la amenaza que suponían para la iglesia, censuró sus privilegios y reuniones secretas, mandando luego a eliminarlos por completo. Así fue que un viernes trece comenzó un sincronizado ataque en el mundo conocido contra los mismos que habían devuelto tierra santa al poder de Roma, pero muchos escaparon de la matanza, huyendo algunos a tierras lejanas, viviendo otros en la clandestinidad. Fue así que la orden más poderosa de la tierra apenas logró sobrevivir unos trescientos años.
  • El viernes trece, como la marca donde se hallaba el libro. “VIE XIII”
  • ¡Exacto! – Sonrió. – Mirad amigos. Desde que salí de Colombia hace ya un tiempo he visto pocas casualidades tan exactas como las que he ido encontrando en estos últimos cuatro días, lo aseguro. Pero esto ya supera lo indecible. Esto es otra pista de nuestro camino… Estoy seguro.

La conversación se dilató profundizando en los temas en referencia a el castillo, los señores medievales Cátaros que fueron del mismo modo contra lo establecido y los ataques de locura que en aquel lugar habían producido las “alucinaciones” de sus inquilinos.
  • Hace cuatro días que comenzó a molestar como nunca el “antiguo señor de la casa”. Mi padre salió corriendo en la última oleada de sucesos extraños que ocurrieron hace un año, aproximadamente. Hasta que se volvió del todo loco por su propia ambición. – El chico bajó la cabeza visiblemente triste, recibiendo en el hombro una mano afectuosa del cuenta cuentos.
  • No te preocupes. Confía en nosotros. – Émerson pareció sentirse un poco mejor.
  • De todos modos mi padre ya era un tarado. Un tarado borracho. – Se rehizo de sus pensamientos lo mejor que supo para volver al tema del libro.
  • Entonces lo del pueblo aniquilado y en ruinas se puede referir a esos caballeros, ¿no es cierto?
  • Si creo que si. Lo que tenemos que descifrar es el resto del poema; “Placed a vuestro gozo…” - Siguió la frase en silencio con el índice. – “Degustad los vinos añejos…, las santas llaves…” y “Aguantad los caballos para que la plebe corte las riendas…” Aún queda todo esto por descifrar…
El chico arrimó algunas de las velas que había por la sala hasta la mesa mientras encendía algunas con el candil.
  • Si les parece traeré algo de comer mientras pensamos qué significa esto. – Y saliendo por la puerta quedaron meditando los dos viajeros. Marcos señaló una línea nuevamente.
  • Oye, esto puede ser algo interesante… “Bella dama.” – Dijo rozando su perilla con la yema de los dedos.
  • ¿Volver a la biblioteca? – Comenzó Sophie. – No me parece apropiado.
  • Por qué. – Repliqué.
  • Pues porque tenemos la oportunidad de conocer el resto de la casa, de sacar nuestras propias conclusiones. – Hizo un silencio corto. – Hemos encontrado una carta antigua con una especie de poema bien extraño. Ese poema debe tener algún significado con nuestro viaje, estoy segura de eso, y hasta ahora todo lo que me ha ocurrido en estos meses que llevo trotando por el mundo luego ha tenido una repercusión potente, y esto no va a ser una excepción.
Luzía y yo escuchábamos atentos y comprendiendo que podía tener razón, pues al menos mi historia no podía negar aquel ritmo sincopado de casualidades que venía tras de mí desde hacía ya un buen rato. La dama me transmite confianza, en una empatía cómplice a pesar de mis distancias, esa que trató de transmitirnos y por cierto que nos llegó.
  • así, que qué opinan.
  • De acuerdo. Probemos puerta por puerta a ver si alguien encuentra algo o siente otra cosa como lo que había en la sala. – Dijo Luzía con vehemente autoridad. Así, cerrando la entrada, comenzamos a buscar “algo”, una pista por alguna de las tres primeras puertas que se nos presentaban en aquel espacio lleno de cristalitos, de las cuales sólo una estaba abierta, mostrando un ambiente de descanso con unos muebles antiguos y grandes, sofás con bordados, una chimenea y algunos cuadros entre las pequeñísimas ventanas de colores.
A primera vista no ofrece nada para indagar, demasiado fácil, por lo que la cerramos con la intención de ir a las puertas del pasillo, en realidad es la única vía posible que conocemos.
- Esperemos que los otros estén bien. – Comenté. La agitación se había echo mayúscula en este laberinto del que nos vemos obligados por nuestra propia curiosidad a sacar algo en claro, entre tanto sólo oímos pasos apresurados por los pasillos y el crujir de pomos cerrados a cal y canto haciendo volar la imaginación de los tres.
  • ¿Estás segura de que no había nadie dentro? – Pregunté a Luzía cuando nos acercábamos a la biblioteca.
  • No pude sentir nada. Nunca me pasó antes. – Dijo. – He hablado con amigas en otras casas para que me viniesen a buscar cuando tía estaba tomada.
  • De todos modos deberían haber escuchado los golpes en la madera. Se habrían dado cuenta.
  • Aquí hay cosas que escapan igualmente a mi comprensión. – Comentó Sophie. – Pero es curioso, porque sigo sintiendo “algo” en la casa, pero sigue en calma, observando, no como cuando entramos. – Hizo una pausa.
  • Negro, por qué rompiste el espejo. Qué fue lo que viste.
Entonces lo recordé claro, pero, sin embargo era como si hubiese ocurrido hace mucho tiempo.
  • No vi nada concreto, mas que una figura reluciente que sufría, se ahogaba detrás, y yo con ella. Me faltaba el aire a mi también, por eso lancé el cuchillo, para ahorrarle su agonía… aunque antes… Antes de eso lo único que tenía era un miedo glacial y recé. Fue entonces cuando comencé a ver.
  • ¿Crees que podrías hacerlo otra vez?. Tratar de ver a ese antiguo señor de la casa. – Preguntó Sophie. Quedé mudo frente a la puerta de la biblioteca donde hacía solo unos veinte minutos que dos de los componentes del viaje habían quedado encerrados junto al misterioso habitante del caserón.
  • Nosotras te ayudaremos.” – Resonó la suave voz mental de Luzía en mi cabeza.
  • Está bien, pero no tengo muy claro que tengo que hacer. – Luzía nos tendió las manos a ambos. Sophie y yo cerramos el círculo.
  • Haz lo mismo que hiciste frente al espejo”- Volvió a “hablar” aquella dulce voz pero esta vez noté un cierto eco, como una reverberación en cada sílaba.
  • De acuerdo” – Respondí mentalmente y traté de recordar paso a paso qué ocurrió en aquella sala.
Primero tuve miedo por el frío repentino que se cernió sobre nosotros, luego cerré los ojos”,- Así que igualmente los cerré. - “Tras eso quise advertir a lo que allí hubiese que si no estaba con San Miguel…”
Es cierto. La oración sincera, por lo visto, es lo que había permitido esa comunicación que casi me cuesta el pellejo. Así que traté de repetir la plegaria para que los ángeles nos protegiesen.
  • Si el espíritu que vive en la casa es temeroso de la luz de Miguel que se aparte de nuestro camino, de lo contrario que se abra a nosotros si es su deseo. Que nos diga, nos muestre qué debemos hacer para aplacar su dolor”
Fue lo que pensé pero en la oscuridad que brindan unos ojos cerrados logró distinguir un brillo a un lado de donde está el candil y poco más. Repetí la oración unas cuantas veces tratando de ponerle fe, pero nada ocurrió. Entonces un chasquido metálico se oyó delante de nosotros.
  • ¡La puerta! ¡Se ha abierto! – Gritó Sophie. Es cierto. Una pequeña rendija muestra una diferencia. En ese momento tuve la necesidad de agradecer a todo lo blanco que conozco lo que pudiese haber hecho de bueno por nosotros, y rogué poder hacer algo por aquel alma en pena, inquieta durante siglos en aquella casa, rondando por las habitaciones sin rumbo.
Nos soltamos de las manos y la pequeña Luzía se acercó abriendo la puerta poco a poco mientras la luz del candil se cuela en una negrura inmensa. Allí dentro sólo hay unas escaleras en espiral hacia el piso de arriba y un hueco en el suelo con escalones que se pierden entre la piedras igualmente polvorientas que las de la biblioteca. Ni un libro, ni rastro de los compañeros…
  • Ésta no es la biblioteca. Tal vez nos confundimos y la dejamos atrás. – Dijo Luzía aunque en la inseguridad de su tono ella misma sabe que no es probable semejante error. Es casi seguro que aquella es la puerta por la que entraron los demás, pero ahora tenemos otra situación delante. Miré las otras puertas por el oscuro pasillo. Ya no importa si esa era o no la biblioteca o la cocina. Es la posibilidad de adentrarnos en la historia de la casa un poco más.
  • ¿Arriba o abajo? – Pregunté.
  • Subamos. – Dijo Sophie.
Atravesamos una escalera cada vez más estrecha hasta llegar a un arco parecido al del piso de abajo. Una ventana pequeña ilumina tenue la madera vieja del suelo desde el fondo recordando que en algún lugar del cielo aún brilla la luna. A los lados varias puertas distribuyen igualmente los secretos ocultos tras los robustos marcos, bisagras y puertas tachueladas, cerradas todas sin posibilidad de rezo.
  • Nada. Esta tampoco se abre. – Dijo la niña al fondo del pasillo.
  • Aún queda la parte de abajo. ¡Vamos! – Para nuestra fortuna comprobamos que la puerta hacia las escaleras aún sigue abierta. Bajamos rápido al primer piso, viendo con recelo, que igualmente la puerta por la que accedimos a esa espiral de piedra también seguía abierta.
Seguimos el camino descendente en lo que me parece una gruta cada vez más angosta tallada que nos introduce en la piedra viva. Los escalones están encharcados por pequeñas filtraciones de las paredes hasta llegar a un rellano, donde la gruta se abre cada vez más hasta desembocar en una pequeña cueva. A un costado una puerta totalmente distinta a las del resto de la casa se esconde empotrada en el muro liso. Todo el ambiente húmedo de la estancia tiene algo que navega por encima de este. El olor que reina allí es agradable, cercano, como a vino añejo. Un olor muy familiar en mi barrio, sobre todo después de la lluvia, cuando los vapores de los muros bodegueros emanan los efluvios de los caldos de mi tierra. La oscuridad en aquel sitio es tan densa que la luz del candil parece sufrir para abrirse camino hasta el fondo de la enorme roca.
  • Vamos. Está abierta.
Sophie, portadora de la luz en aquella oscuridad empujó la madera entreabierta mostrando, efectivamente, botas y toneles de diferentes tamaños que flanquean un pasillo escueto en varias alturas hasta una pequeña mesa al final, todo bajo un techo labrado toscamente. La bóveda también dejaba pasar algunas gotas de la última lluvia hasta el suelo que en reflejos serpenteantes forma extraños dibujos sobre los toneles al contacto con la luz.
  • ¿Qué es eso? En la mesa hay algo. – Dijo Luzía. Sophie alumbró lo más directo que permitía aquel artilugio el fondo de la sala mientras nos íbamos acercando chapoteando de cuando en cuando en alguno de los regueros. Nuevamente la niña nos dio la mano.
  • Son tres vasos, y una jarra.
Los toneles tienen algo escrito con tiza blanca al frente. El candil reposó junto a los vasos pero continuaron los pasos de aquella mujer hacia el fondo. Detrás de la mesa hay una estantería repleta de frasquitos y conductos de cristal, recipientes planos y un fogón abandonado a su suerte.
  • Parece que en estas tierras se cultivaron y recogieron buenas cosechas de vino. “Bella Dama.” Suena bien, ¿Verdad? – Dije llenando servil la jarra del contenido de un tonel pequeño, previa comprobación, por supuesto, de su relativa limpieza.
Un par de copas prestas al consumo. Miré a Luzía interrogante por si ella gustaba probarlo, pero negó graciosamente con la cabeza. A Sophie ya le estaba arrimando el suyo, e igualmente con una sonrisa lo tomó.
  • ¿Por qué brindamos, chicas?
  • Por llegar sanos a Colombia, y por resolver este acertijo. – Dijo la niña contemplando la escena sentada en la mesa junto a la lumbre.
  • Yo brindo por este viaje, por el tiempo que llevamos recorrido y por el que queda aún por caminar.
  • A mí me gustaría también brindar por las almas en pena que estoy comenzando a conocer. – Y sin más palabras comenzamos a tomar el brebaje a sorbos cortos.
  • Qué quiere decir señor Jorge. Eso de “bella dama” es un piropo a la mujer bonita, según creo. ¿No es cierto?
  • Si, pero la frase completa me da que pensar… parece significar algo más… Pero en este caso no le encuentro mucho sentido… “Degustad los vino de la Bella Dama antes del sueño.” Recuerdo que “Bella Dama” es como se le llama a una potente planta que surge en zonas húmedas; la Belladona…


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En las profundidades de la colina dos vasos metálicos cayeron al suelo al tiempo que esparcían en su última acrobacia las últimas gotas de “Bella Dama”. Una niña corrió en las sombras gritando mientras dos figuras se retorcían juntas en el suelo camino de otra parte. El grito de la joven brasileña se clavó en la dura roca para el resto de los tiempos.
  • Dios… ¡Qué hago!




Sophie Michells


Me desvanezco. El dolor del vientre es tan intenso que apenas siento más allá de la cintura. Tengo las manos encrespadas y las rodillas contra el pecho. Un calor insoportable, como la peor de las fiebres trepa cual gusano hediondo por la columna hasta la cabeza. Estoy sudando de arriba abajo. Algo me está arañando y en las convulsiones soy incapaz de controlar mis manos que giran a su antojo poseídas por no sé qué demonio. En un último intento semiconsciente trato a tirones de quitarme el cinturón, pero ni siquiera logro agarrar su extremo. Luego… la nada.


Consigo abrir los ojos y apenas distingo mi cara del suelo, y unos pies pequeños y morenos cerca. Me siento liviana. Creo que he vomitado aquel veneno ponzoñoso que, al parecer no logró matarme. Hay trozos de tela a mi alrededor y noto el frío de la piedra en la espalda. Estoy mojada y huele a rayos.
En algún lugar brilla una luz. Creo que sigo en la misma cueva pegada al suelo. Los pies son de Luzía, pequeños y descalzos, pero soy incapaz de pronunciar palabra. Tengo ganas de vomitar, otra vez…

  • ¡Puffffff…!
  • ¿Te encuentras mejor? – Parpadeo y elevo como puedo la vista hasta los ojazos de la chica. Apenas distingo su cara. Me duele muchísimo la cabeza… y ella sonríe… entre sollozos.
Escucho el vomito de alguien que, creo, que no soy yo. Negro… Al menos él también está, más o menos vivo… Más arcadas…y éstas si son mías.
  • ¡Puffffff..!
  • Toma esto. Te sentará mejor que ese potingue del diablo. – Su angelical voz viene de todos lados a la cual solo alcancé a responder elevando una mano en un patético intento de incorporarme antes de vomitar otra vez a un lado. Unas manos pequeñas me incorporan para que vomite sentada. Al menos comienzo a sentir algo, aunque sea el calor y la humedad pastosa de los propios efluvios cayendo sobre mis piernas.

Los minutos pasan mientras cobro una conciencia divagante de lo borracha que todavía me siento, y con una sola copa… pero… “¿Qué le ha pasado a mi ropa?”
La vergüenza de saberme casi desnuda me hizo volver en mí rápido, percatándome del trabajo que me cuesta enfocar o mover coordinadamente los brazos. No sé por qué pero, mientras me tambaleaba tratando de cubrirme con algo me acordé de cómo se pudo sentir Eva en el paraíso tras morder la manzana.
Los trozos de tela desparramados por el suelo eran míos, claro, aunque hay demasiados…

  • Tomate este vinito. No pongas esa cara de asco mujer, no te preocupes. Es buen vino. Ya lo he probado. – Repitió Luzía desde algún lugar cercano a mi cara. Logré tomar unos sorbos de aquel licor que me despejaron bastante de ese empacho mental.
  • ¿Cuánto llevo así?
  • Unos quince minutos, no sé… - Respondió. - Os caísteis los dos de golpe. Me asusté mucho, sobre todo cuando parecía que os asfixiabais.
  • Es cierto. – Le dije apoyando la espalda en la mesa sobre la que aún descansa el candil. - Esa era una sensación de dolor en la piel increíble. El mero contacto con la ropa me dejaba sin aire.

Volvió a oírse el sonido de unas arcadas terribles y el vómito que ahora si estaba segura que eran del señor Negro. Veo sus pies asomar al otro lado de la mesa.

  • Tu ya estás mejor, ¿no es cierto? Voy a ver si el es capaz de tomar un poquito de vino. Límpiate un poco con lo que te queda de camisa, que ahora vuelvo.

Luzía, ofreciéndomela gentil, se quitó la blusa de dura tela sucia y raída que llevaba puesta, aunque comparándola con los jirones que aún cuelgan de mi cintura, y de los brazos, aquella era digna de una boda real. Me limpié como buenamente pude mientras la observaba. Debajo de uno de sus nacientes pechos me pareció ver cicatrices añejas. Quedé mirando lo más discreta que pude las marcas de su cuerpecito dentro de mi lamentable estado.
Tengo vómito en la cabeza por lo que comencé a sentir un creciente asco de mí misma, y lo vi claro. Me levanté torpe como un hipopótamo después de un festín hacia uno de los toneles y abrí el grifo para bañarme, cerciorándome antes de que no fuese la maldita “Bella Dama.”

La camisa de la adolescente aguarda encima de la mesa hasta el final del baño. Mientras me desenredo el pelo con aquel vino quedé mirando los trocitos de tela en aquel enorme charco de orines y vómitos desperdigados por todos lados, que al parecer también pertenecen al señor Negro, pues anda con la camisa rota, pero la conserva mejor que yo, desde luego.
La jovencita lo incorpora para que tome algo de líquido, pero él aún no está ahí… el caso es que no recuerdo nada de estos quince minutos, pero sé que ninguno estábamos allí. Recuerdo que antes de desvanecerme en el suelo el dolor en el estómago me hizo sentir la suave tela del sostén francés y el cinturón como el nudo de una horca atrapándome.
Luzía, que también tenía el pantalón roto al menos lo llevaba más decentemente que los andrajos que me quedan colgando por las rodillas. Aunque su costura es fina eran bastante resistentes, pero ya no sirven ni para cubrir ni protegerme de un simple mosquito.

  • ¿Realmente he sido capaz de romper mis pantalones así?
  • La verdad es que no. – Dijo al mirarme nuevamente con su pícara sonrisa.
  • Al principio trató de quitarse usted misma la ropa, pero tenía los brazos rectos, como dos palos, luego comenzaron a pegarse el uno al otro, en el mismito suelo. Usted a quien estaba arañando fue al señor Negro. Y él a usted.
  • Que no… me digas “señor”, coño…
  • Era muy raro, pero llegó un momento que comenzó a hacerme gracia ver como se vomitaban el uno al otro, se daban fuertes agarrones, mientras se quitaban la ropa mojada mutuamente. Yo les quité lo que pude pero cada vez se movían más retorcidamente.

Miro de nuevo el enorme charco de salpicones que llegan hasta por encima de la mesa, y me froté más fuerte el cabello. Me encuentro mejor a pesar del intenso olor a vino mezclado con todo aquello. Creo no conocer a nadie que se haya bañado en vino. Esta bodega puede tener bastantes años de crianza por el color sabor y aroma profundo que desprende.

  • ¿Dónde están mis zapatos?
  • Con la mochila, junto a los del señor Negro, detrás de la mesa. Fue lo único que logré salvar de la vomitona. – Volvió a reír más a gusto, y yo con ella, viendo que el señor Negro también volvía en sí.

Cerré el grifo y escurrí el vino del pelo y del cuerpo como pude para ponerme la estrecha camisa de la chica que me apretaba bastante el pecho, pero sin resultar incómoda. Necesito ahora algo parecido a un pantalón que me cubriese las nalgas. Escurrí los restos de mi camisa coloreada de rojo y los coloqué en mi cintura mientras tras la mesa surgía una suave conversación. Aquello puede pasar por una falda, indigna de la peor prostituta, pero no hay nada mejor hasta que regrese al auto, donde aguarda mi escueto equipaje.

  • Ya estoy mejor. – Oí la voz débil, desorientada del gitano. El ciertamente ha salido mejor parado del desastre textil. Sus pantalones estaban casi de una pieza, aunque ya los conocí bastante deteriorados. Su camisa no se libró de unos buenos arañazos que dejaron marcas de mis uñas, según la graciosa versión de Luzía.
  • Dile que me dé su camisa, por favor. – La joven morenita se la quitó con cierto asco y me la acercó después de lavarla con aquel tonel. Me la ceñí a la cintura para cubrirme mejor. La cabeza aún me da vueltas pero logro mantener el equilibrio, cosa que el Señor Negro, con los ojos cerrados y cabeza gacha, solo consigue ayudado por la chica.
  • Hora del baño.
  • Espero tengan buen hambre señores. – Dijo Émerson llevando una bandeja con pan, fiambre cortados a rodajas y un trozo de queso fresco. – Seguro que les gustará.

Los ojos de los viajeros se apartaron casi por completo de sus ocupaciones ante tal tentación, después de la inusual acogida que les había brindado esta casa. Tomaron panes, queso a pedazos y algo de chorizo para volver junto al libro y la carta sobre la mesa llena de velas encendidas.

  • ¿No has visto a los otros? – Preguntó Bao Ling repasando los versos del viejo papel.
  • No. Creí que estarían ya aquí o que se habrían quedado en el coche. – Ambos le miraron interrogantes con las bocas llenas y chorreando migas.
  • Todas las puertas de la hacienda están cerradas con llave señores. – Respondió alzando el manojo de llaves. Algunas parecen realmente antiguas por la forma y el tamaño vibrantes a la luz de las velas.
  • Déjame ver las llaves un momento, por favor. - De repente Jorge creyó entender algo mientras se relamía el sabor del chorizo y del queso pegado al paladar. Y sin dudar un instante comenzó a observarlas una por una, mirando de reojo el poema tras la silla del oriental.
  • La carta dice en uno de los versos algo de las llaves… Las “santas llaves…” concretamente. – Siguió pasándolas de una en una curioso como un crío.
  • Decidme, ¿Cuál de estas llaves os parece más… “celestial”? – Comentó elevando el manojo por encima de la apacible luz que descansa en la mesa.

Los dos se acercaron a comprobar qué quiso decir aquel hombre bonachón y risueño. Los reflejos delataban una llave pequeña, en comparación con las otras cuyo brillo del metal era más cálido, un leve tono dorado se ocultaba bajo el peso de los años que había ennegrecido la superficie. Las miradas se cruzaron confusas hasta que un índice del joven tímidamente señaló diciendo:

  • Esa es la llave de la bodega. Iba ahora a traerles algo de vino para el queso. Qué es lo que quiere decir señor.
  • ¿Sinceramente…? No tengo ni la más remota idea… pero vallamos a echar un vistazo.

Y dicho esto quedaron allí panes, pedazos del manjar blanco y las velas cubriendo tenuemente una sala vacía.




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Comencé a recordar. Una serie de imágenes surgieron frente a mis ojos. Borrosas pero reveladoras.
  • Tengo la sensación de haber estado en… como otro sitio. – Dije titubeante aún bajo ciertos efectos del brebaje.
  • ¿A qué te refieres?
  • No estoy segura, - comenté con los ojos cerrados en un esfuerzo por recordar. – pero vi caballos… todavía los veo… patas de caballos al galope descendiendo por un campo enorme… al amanecer. Descienden por una ladera pero no veo quien los maneja. Se dirigen a un lugar luminoso. Hacia una ciudad, pero nada que conozco se parece a eso que vi… y que todavía veo.
  • ¿Podrías dibujarlo? – Cuestionó la voz del gitano mareado bajo el chorro de vino mientras se frotaba los pies sentado. – Tengo papeles en mi mochila, y algo para escribir. Un lápiz, si no se ha caído.

Me quedé mirándolo un instante. El no sabe que me dedicase a las artes, ni de que me dedicaba a vender cuadros para subvencionar las carreras de Francoise, pero algo en él, en su seguridad me decía de alguna forma lo sabía. En su tono de voz.
Me arrimé a la mesa mientras ya Luzía traía consigo la mochila al tiempo que hunde en ella su diestra, rebuscando con la lengua fuera en una graciosa expresión. De su interior sacó algo. Un paquete pequeño envuelto por un papel apolillado.

  • Qué es esto? – Preguntó la chica. Negro apenas era capaz de enfocar correctamente lo que Luzía alzaba entre los dedos, por la distancia, la escasa iluminación, pero sobre todo por la enorme resaca que le dificultaba sobremanera la agilidad mental necesaria para cerrar siquiera la bota de vino. Finalmente su expresión dio un giro mal disimulado.
  • Coge otro papel… - Dijo bajando la vista mientras taponaba con un dedo la salida de aquel líquido, como si el chorro al caer pudiera afectar a su concentración visual.
  • Hay otros papeles por ahí… eso déjalo dentro.

Miré a Luzía que tenía cara de sorpresa y satisfacción. Está claro que ha leído su pensamiento. Me miró sonriente a la vez que guardaba el curioso paquete, pero esta alegría juvenil puso rápidamente en guardia al gitano.

  • ¡Joder! No sé para qué mierda preguntas si al final hurgas en el cráneo del pueblo.
  • Lo siento. – Farfulló la chica.- Te he escuchado sin querer. Has pensado muy fuerte.
  • No… si al final voy a tener yo la culpa. – Comentó indignado el joven mientras volvió a frotarse con más brío en cuerpo otra vez bajo el chorro de vino.

Un puñado de papeles arrugados aparecieron sobre la mesa junto a un lápiz redondeado en la punta, suficiente para un boceto aproximado de la imagen de aquella ciudad de cuento, que una y otra vez volvía a mi retina, cada vez más nítida, con mayores detalles de sus techos. La veo desde arriba.
El tacto del lápiz entre los dedos y la sensación de volver a dibujar me trajo un instante de antiguos recuerdos. No tan lejanos, ya casi enterrados en un desván junto a pinturas y un infinito olor a betún de Judea.
La curiosa mirada expectante de Luzía me devuelve a la bodega en la que aún llueve el vino, en la que el olor a alcohol sigue emanando de cada poro de mi piel.

  • ¡Qué bonito! !Me gusta mucho Sophie! – Dijo detrás mía cuando si quiera iba por la mitad del trabajo.
  • Es una ciudad preciosa.

De pronto un sonido lejano me puso en guardia. Venía de la entrada a la bodega en un eco de pasos. La chica alzó al tiempo la cabeza alertada quizás por su oído o por mis pensamientos… La luz sobre la mesa delata igualmente nuestra presencia y el baño del gitano continúa ajeno a lo que pueda pasar por aquellos peldaños. Al fin también pareció alertarse, como un pato mareado, seguro con la ayuda de Luzía, pues comenzó a mirar a los lados y luego fijó la vista a la entrada. El vino sigue cayendo sobre su cuerpo con menos fuerza que antes. Taponó de nuevo el chorro con un dedo a la vez que un resplandor comenzó a hacerse patente al otro lado del arco y unas siluetas pronto hicieron su entrada entre los toneles cegándonos unos segundos con su foco.

  • ¿Negro? – Sonó atronadora la familiar voz de Jorge en el eco de la cueva.
  • ¿Cómo habéis entrado? – Preguntó el joven sorprendido.
  • Y vosotros… - Comenzó a decir el gitano. – por qué no abristeis la puerta de la biblioteca cuando se cerró. Estuvimos aporreándola con ganas, como para no os enterarais mientras aquellos tres echaban un curioso vistazo a nuestras nuevos atuendos de diseño.
  • Dentro no escuchamos nada, señor Negro. – Dijo seriamente Bao Ling.
  • ¡El vino! ¡Qué has echo! ¿Te has bañado en vino? ¿Sabes lo que cuesta una jarra de “San Pedro?

Émerson se alteró gritando mientras corre en dirección al señor Negro. Miré la madera del tonel alumbrándolo con el candil de la mesa donde quedó aquel boceto, acercándome para comprobar que efectivamente hay algo escrito con tiza y unas letras de madera en las que se puede leer “San Pedro” con un excelente trabajo de ebanistería.
No soy la única que observa. Jorge se sitúa a mi lado pensativo. Lleva la carta con el poema enrollada en la zurda dándose golpecitos en la pernera con aquel trozo de papel mientras, entre dientes está rumiando algo ininteligible. En esto los ojos del señor Negro se entrecierran visiblemente molestos por el exceso de luz y los últimos efectos de la potente bebida, dando resignado la vuelta hacia el tonel para observar igualmente la superficie del tonel.

Las imágenes de aquella ciudad de cuentos vuelve a mis ojos como un reflejo silencioso.

  • Siento haber derrochado tu vino, créeme.
  • Es el más antiguo de la casa. Vendiéndolo es como me gano el pan. – Jorge me miró cómplice de algún secreto, sin embargo yo seguí atónita los dibujos de aquellas calles por encima de la madera.
  • ¿cómo cuantos años crees que puede tener? ¿Doscientos años…? – Preguntó Jorge volviéndose al chico.
  • Puede que más…
  • Pues creo que este vino tiene que ver con una parte del poema; “Las santas llaves dirán si esta tierra es mía o vuestra.” Las santas llaves de “San Pedro.”
  • Si, pero aquí sólo está “San Pedro.” – Comentó Luzía. Hizo una pausa y su expresión cambió.
  • La llave…” – Dijo en un suspiro. – “La llave dorada.”

Miré fijamente a Bao Ling que sigue apartado y con la misma actitud que cuando nos encontramos en La Guiara, aunque esta vez no aparecen los resplandores que emanaron de su estática figura. Sentí una fuerte atracción a imitarlo y concentrarme el los sonidos de mi propia respiración. Cerré los ojos.

Nuestros compañeros, ignoro por qué, quedaron sumidos en el más profundo de los silencios. Tan sólo oí en mi cabeza los pensamientos de la niña, que anda nerviosa, y los del gitano, que se colaron también de algún modo junto a los suyos.

Algo en el ambiente ha cambiado. Volví a abrir los ojos y de nuevo estaba ahí, ese resplandor blanquecino emana como un bao caliente del domador Chino, pero no sólo de él. También del señor Negro, y de Luzía, y de los otros aunque con matices de algunos colores pálidos. Es precioso…
Bao Ling sigue concentrándose mientras el resto parecen haber entrado en un estado de “descanso del alma” bien profundo. Soy la única que se mueve sin ataduras.
De repente algo en la pared llama nuevamente mi atención, un latido de luz palpitando, suave en su tonalidad pero de una profundidad insondable proveniente detrás del gran tonel… aquel fulgor tiene una forma que reconozco, cada vez más cercana. – “Roca y alabastro…”

  • Ahí hay algo – Dije en un susurro, y súbitamente comenzaron a espavilarse como de un profundo sueño, sin saber a ciencia cierta si tuve algo que ver en aquel estado general, o el señor Bao es el que facilita esa paz en el ambiente. Puede que seamos los dos, o todos contribuimos.
  • Detrás de eso está la ciudad que dibujé. Ayúdenme a moverlo.
  • ¿Moverlo? – Comentó irónico el joven. – Ese tonel debe pesar como un caballo muerto.
  • “¿Una ciudad?” – Susurró Jorge aún a mi lado extrañado.
  • A lo mejor lo podemos romper. – Se oyó tímido el tono masculino del español.
  • ¡Estáis locos! ¡Es mi única fuente de ingresos, y la mitad ya está rodando por el piso! – Se calmó un poco y prosiguió resignado. – Pasaremos el vino a un tonel vacío. Ahora vuelvo

En la entrada de la bodega recuerdo haber visto garrafas entre las que ahora hurga Émerson buscando algo más. Finalmente sacó una manguera de goma que acercó hasta otro tonel más bajo que el “San Pedro”, comenzó a succionar del extremo y cuando el líquido brotó lo metió dentro.
El joven se veía preocupado, seguro por el derroche del caro vino que de cuando en cuando miraba de reojo en los charcos serpenteantes del suelo.
El gitano asomó discretamente frente a él y le tendió algo en la mano.

  • Espero que esto compense el despilfarro. – No sé cuanto le ha dado, pero quedó visiblemente satisfecho. Jorge, Bao y Luzía curiosean por su parte aquella mole de madera, dormido como un gigante borracho con los pies pegados firmemente a la pared de roca viva.

Observé mejor a Bao. Hay un nexo entre nosotros. Algo facilitaba nuestra percepción en la que él parece un interruptor que enciende la tranquilidad. Lo ha hecho un par de veces desde que lo conozco. Su traje desgastado solo permita apreciar cayendo sobre la espalda aquella larga trenza y una edad indeterminada de frente. Podría estar cerca de los cuarenta, o incluso saliendo de los veinte, pero la calma de sus movimientos dejaba ver una experiencia de siglos en cada gesto.

  • ¿Viste una ciudad, no es cierto? E incluso la has dibujado. – Asentí a Jorge con la cabeza.
  • ¿Por casualidad esa ciudad tiene tejados rojos, arcos apuntados policromos de dovelas alternadas, cúpulas en forma de cebolla y preciosa decoración de humildad y alabastro?

Esa última palabra encaja con las cúpulas hinchadas como globos sobre sus torres, los peculiares techos de los pasillos que vi, pero de los cuales ignoro su posible significado.
  • El dibujo está sobre la mesa, junto a la jarra. – Que él saque sus propias conclusiones. Al unísono nos acercamos para que su rostro se iluminase con una emoción atragantada en sus ojos que escapa por su gran bocaza abierta de par en par.
  • Jerusalén… es Jerusalén… - Fue lo único que alcanzó a balbucear entre alegres sollozos.

Le miré totalmente incrédula. ¿Acaso he tenido una revelación de tierra santa?
Precisamente yo no soy el ejemplo de la perfecta cristiana. Llevaba años sustituyendo las misas dominicales por horas de lectura, pintura y asistiendo en el taller a mi marido Francoise. De echo el rezar es algo reciente en mi, precisamente desde mi encuentro en Lyon con aquel grupo de espiritistas, gente sencilla “Los amigos de Cardek” los que lograron, sin pretenderlo, abrir algo mío que estaba oxidado.
Pero de eso a ver tierra santa dista mucho. Sin embargo Jorge parece convencido de todo lo contrario. Frente a aquel dibujo rápido apenas pudo apoyar las manos en la mesa y sonreír con una mueca de confusión y felicidad.

  • has visto la Jerusalén… de las cruzadas… Qué más viste amiga mía.
  • Vi el trote de cascos equinos descendiendo raudos hacia los muros, pero no recuerdo colores, sino las formas y la velocidad en la carrera… algunas voces … ecos, tal vez, de un francés antiguo.
  • ¡Lo sabía! Todo encaja. Por lo visto, según la historia de este castillo su primer dueño en tierras americanas lo trajo desde la vieja Europa, y es bien probable que fuese tesorero de uno de los secretos de una orden tan antigua, traicionada en una conspiración sin precedentes por los poderosos y ricos de su época. Puede que ese secreto sea la herencia que aquel noble no quiso transmitir a su propio hijo, seguro por ser incapaz de sostener en sus impuras manos semejante legado…

  • No entiendo bien. – Comentó el gitano aún con un notable dolor de cabeza.
  • Qué hijo y qué noble.
  • Este castillo vino del norte de Europa, traído piedra a piedra por alguien que tenía el poder suficiente hace unos trescientos años para mandar una flota de barcos a tamaña distancia para la época. No era un hombre cualquiera quien ordenó aquello, o acaso la empresa requería de todos los esfuerzos posibles y necesarios… El caso es que junto al castillo y la familia vino algo más, un secreto. Creo que pertenecían a una orden llamada Del Temple, como decía el poema, “este Templo de ruinas”, los mismos que atacaron y entregaron Jerusalén a manos de la iglesia que los vendió a sus infiernos.

  • Pero el poema dice “templo”, no “temple”. – Agregó nuevamente el gitano.
  • De acuerdo. Si te fijas, esa palabra, - Señaló. – “templo” está escrita en mayúsculas, hace referencia a un nombre propio. Igualmente ambas son palabras hermanas la una de la otra.
Los templarios, en sí mismos, eran considerados muchas cosas, pero por encima de todo proclamaron algo que les llevó a su perdición; cada uno de ellos, su propio cuerpo eran el “Templo real de dios”. Dicha proclama fue usada en su contra por herejía, a la que se le añadieron la consumación de extraños ritos paganos.
  • Y tú como sabes eso Jorge. Parece que te lo tenías preparado para soltarlo aquí.
  • No hay casualidades en este viaje amigo. Comenzó a responderle al gitano curioso.
  • Como ya dije me he pasado mucho tiempo en bibliotecas esperando a mi padre, un bibliotecónomo respetable pero humilde. Por un tiempo llegaron a interesarme mis raíces y el significado de mi apellido; De Lunell, llegando a convertirse en toda una obsesión que relacionaba fantasioso con historias antiguas de nobles y viejos reyes.

Nunca logré encontrar nada concreto sobre un antepasado con ese apellido, pero si hallé por el camino la apasionante historia de los cruzados, con los que comencé a soñar y de los que mentalmente dibujé aventuras en la cama antes de dormir.

Fue por eso que enfoque una pequeña frustración de inexistentes antepasados heroicos en las nuevas ilusiones de un adolescente creador de lindos cuentos. Rebusqué por todo Medellín, viajé por primera vez a Bogotá tan sólo por conocer una de las bibliotecas más grandes de Sudamérica con la esperanza de relacionar esas dos pasiones, mi extraño apellido y el Temple, pero nada leí de ningún cruzado caballero llamado De Lunell.

  • Continúa Jorge por favor. – Pedí con un leve gesto de la mano. Ya todos estábamos sumidos en las profundas palabras cavernarias del cuenta cuentos, hasta las luces perecen vibrar al ritmo de su voz.
  • Pues bien… como decía los monjes del templo tras conquistar tierra santa lograron en pocos años tener, cada uno de ellos, un poder económico y moral superior al de la mayoría de los reyes y papas de Europa. Construyeron edificios públicos, restauraron antiguas vías romanas, levantaron carreteras, escribieron grandes libros y fomentaron un renacer de las artes y la cultura en una época de oscuridad y separación territorial a lo largo del viejo continente.

Aunque también crearon el sistema de prestamos que actualmente utilizan los bancos… – Tragó saliva.

  • No se sabe a ciencia cierta que ocurrió en la conquista de Jerusalén, a parte de que fue una matanza brutal, pero algunos historiadores afirman que encontraron algo bajo un templo antiguo que, ciertamente les confirió el respeto y libertades sin precedentes concedidas por el mismísimo papa. Quien sabe si la lanza de Longinos o los restos de nuestro señor… Un secreto que alteró el curso de la edad media europea.

Llegados a este punto ratifico que los primeros señores de este castillo, llegados ya a Venezuela, fuesen descendientes de dicho linaje de caballeros, y su secreto, el que tanto anhelaron los reyes y poderosos de toda Europa, incluido a tu papá y vuestro último señor, se halla oculto tras ese enorme tonel. Aquí no quedaron herederos que guardasen dignamente el legado, por lo visto, de ahí que se convirtiera en alimento para las entrañas de la tierra, hasta que alguien lo encuentre.

  • Por lo visto el legítimo señor de este castillo, el que yo y mi padre conocimos, realmente se volvió loco buscando algo entre estos muros. Se la pasaba de la biblioteca a su cuarto y del cuarto a la bodega… donde lo encontré más de una vez vomitando… como a vosotros dos. - Émerson comentó.
  • Oye, que esa resaca nuestra se debe a un mal veneno que hemos tenido la mala suerte de probar. – Dijo ofendido el gitano.
  • ¿Bella Dona…? – Preguntó tímidamente Jorge con una leve sonrisa en los labios.
  • Algo parecido… Bella Dama. – Respondí señalando a la bota más cercana a la mesa con aquellas letras estilizadas.
  • Es lo mismo. Así se dice en … Portugués, “Bella Dona”, “Bella Dama…” Antes lo comentamos en la biblioteca, que ha resultado ser otra de las trampas del poema… “Degustad los vinos de la Bella Dama antes del sueño…”
  • Así es – Intervine. – Que después del amargo trago pude dibujar estos muros y extraños tejados.
  • Pues yo no he “visto” nada después de tomar ese potingue… - dijo el gitano Negro.
  • Lo cual aumenta la credibilidad de que fuese un templario quien elaboró semejante pócima. Es muy posible que los efectos alucinógenos sólo tengan efecto en las mujeres, pues para ellas esta diseñada una compensación social guiada por esta orden. – hizo una breve pausa manteniendo el clímax sobre su audiencia.

  • Los Templarios llegaron a elevar mujeres a grandes cargos, vedados exclusivamente para los hombres, como mandatarias y asesoras políticas, tesoreras y un sin fin de cargos. Incluso como caudillas guerreras abanderadas de escuadrones y ejércitos. Su respeto a la mujer fue único. Sólo los Cátaros les precedieron en tal consagración… pero esa es otra historia.

  • Lo que dices, Jorge, tiene sentido. – Comentó el señor Negro. – Cuando apuñalé el espejo vi dentro de su reflejo alguien realmente angustiado, alguien que se ahogaba. El echo de no poder gritar parecía la acusa de su propia muerte… pero era su traje el que no distinguí bien. Un guerrero antiguo de capa y espada. Una cruz llevaba en el pecho. Una cruz roja. Y era una mujer…

  • La cruz roja es el símbolo distintivo de la orden del temple, “parse”. No hay duda. Este castillo tiene relación directa con los templarios. – Alzó entonces un libro grande que descansaba oculto en la mano que no tenía sujeta la carta.
  • Esto es lo que hallamos en la signatura de la biblioteca que indicó el poema. Una edición rara sobre la historia de los cruzados templarios.
  • Es increíble que aquel espíritu nos estuviese esperando durante tantos años a nosotros… - Comentó tímidamente Luzía.
  • Señores, - Surgió la voz de Émerson junto al tonel. – creo que ya está vacío del todo.
  • ¿Y como vamos a…?
  • Si me permiten, por favor.

El señor Bao Ling pidió espacio frente a las letras de madera solemnemente. Se unos segundos paró en un silencio que nos contagió a todos y de sus cerrados ojos emana un creciente estado de tranquilidad. En un instante determinado abrió los ojos, elevó como un rayo la pierna por encima de su cabeza y la tapa crujió por completo saltando de su juntura varios listones. Alzó la diestra y retiró ceremoniosamente la enorme circunferencia marrón desvencijada por el golpe para dejarla en el suelo, mientras un chorro de los últimos restos de vino caían sobre sus brazos y espalda.

  • Luz, por favor. – Pidió sin inmutarse oteando el fondo oscuro después de la increíble exhibición de destreza. Alargó el brazo al interior el chico portando uno de los dos candiles que había más a mano, alzándolo un poco para que las tinieblas huyesen del interior. Nuevamente el domador de leones entró en acción saltando al interior apoyando una sola mano en la madera introduciéndose hacia el fondo por donde casi podía andar de pie. Sus pasos se escuchan amortiguados por un charco que se resiste a abandonar el lugar.

De nuevo sumo silencio y un golpe seco que retumba como un trueno en toda la galería y más allá. Un eco reverbera unos instantes entre los muros. Al poco asoma la cabeza el señor Bao Ling con su larga trenza colgando sonriente, a modo de disculpa, mientras muestra la tapa del fondo partida en dos semicírculos enormes.

  • Ahí hay una puerta. – Comenta el gitano.
  • Bien pequeña. – Agregó el oriental sin perder la sonrisa. Desde su altura solicitó luz señalando el candil de Émerson que sin demora alguna le acerqué.
  • ¡Hay una puerta! – Exclamó el cuenta cuentos que no cabía en sí de júbilo.
  • ¡La llave! La llave de San Pedro, vamos. – El joven rebuscó entre el manojo nervioso por las apremiantes palabras de Jorge para, finalmente resignado le acerque todo el manojo al oriental.
  • Probaré, pero no sé cómo. – Del fondo del tonel se dejó oír la voz de Bao Ling tranquila, como cada vez que abría los labios.
  • No veo aquí ninguna cerradura. – Émerson aún sostiene alzado el manojo atónito como el resto.
  • Bao, por favor. Ayúdame a subir. – En un momento sus manos, a contra luz, emergen de aquel tronco borracho izando las mías sin aparente esfuerzo. El candil está junto a aquella vieja superficie de metal que a pesar de los años y la humedad se presenta sólida como la roca misma de la que surge. Repasé aquello con la vista y con las manos atenta notando el frío mientras dejaba regueros la superficie con las yemas de los dedos, pero hay algo que me incomoda.

Saqué el candil a los espectadores que aguardaban asomando sus cabecitas, unas más altas que otras, igualmente curiosas todas por el tonel.
  • Apartad esto de aquí, por favor.

Los candiles ahora descansan juntos en la mesa, junto aquel dibujo que hice de la ciudad santa de Jerusalén ayudados por el diligente y valiente Émerson; único habitante de la enorme casa de piedra. Ya de vuelta al fondo del túnel atravesando la negrura más intensa me acerqué a tientas al lado del señor Bao. Cerré los ojos.

  • Por favor, ¿podría usted concentrarse para ayudarme un poco a… recordar?
  • Claro señora Michells. – respondió pausada su voz en la oscuridad y en un momento, el ambiente embriagador de allí dentro cambió por completo una vez más. La paz caló como una flecha de besos en mi alma, de modo que quedaron sellados mis ojos en una profunda mirada al centro de mis sentimientos. Llegué aun estado desconocido hasta entonces para mí.

Es cierto que en la pintura se llegan a estados insospechados en la mente, también es cierto que el señor Bao Ling es capaz de “tender una mano” para arrimar una calma y sosiego increíbles, pero esta vez soy yo misma quien está logrando un punto propio de relajación, con la hermosa compañía, eso sí, de este singular oriental.
Imágenes cada vez más tenues se iban disipando en mi memoria, el tonel donde me encuentro, el castillo de piedra, Luzía, su rostro… El comienzo del crucero a Venezuela en aquel barco…, poco a poco los recuerdos más antiguos venían fugaces a una fibra invisible en mi conciencia y un instante después se disuelven en la nada convirtiéndose en un racimo de tallos deshilachados, para finalmente desaparecer incluso esa imagen mental, hasta llegar a la más vacías de las conciencias.

Mi cuerpo… siento un hormigueo por los pies parecido a cuando se te duermen, dejo que suba…Quiero sentirlo y él quiere trepar por mi cuerpo. Una lucecita parece brillar en alguna parte, allá delante y también por el suelo. Dos puntitos crecientes. Sin saber si aún tengo los ojos cerrados contemplo ese par de resplandores tenues, reflejos que van tomando forma.

Me encantaría que se moviesen, quiero que estén unidos”

Concentro mi pensamiento en acercar a ambos, como si pudiesen hacerme caso, y de echo lo hacen. Por alguna razón las distancias entre los puntos se acortaban,
Necesito esa unión…deben estar unidos”
Se acercan más y más, lentamente al ritmo que el hormigueo de las piernas puebla trepa por el cuello, hasta que se juntaron en un destello fuerte que me saca de ese estado sobresaltada.

Con los ojos abiertos compruebo que tengo el brazo alargado casi hasta la puerta sosteniendo algo frío entre los dedos que aún emite leves reflejos que se apagan poco a poco. Giro la muñeca y un chasquido sonó fuerte a la derecha, donde estaban las bisagras. Es la llave levemente iluminada que se había fundido con la superficie de metal. ¿Acaso son reales esos fulgores?
A mis pies veo que descansa el resto del manojo en esta débil luz. Bao sigue con los ojos sellados en su hermetismo, la misma postura de concentración. Volví la cabeza y reconocí las siluetas de cabecitas asomando por la boca de entrada de ese túnel.

  • Bao. – Susurré. – Oye, la puerta se ha abierto.
  • Tu la has abierto. Entra tu. Es tu derecho. – No entiendo a qué se refiere. Este viaje al norte de Colombia es cosa de todos, de los cinco. Sin motivo aparente todos hayamos el mismo joven corriendo aterrado en la carretera, e igualmente todos decidimos entrar en este lugar extraño… por eso no puede ser cosa mía, fuese lo que fuese aquello que deparase tras la puerta. Ha de ser de todos. Sin duda.
  • De acuerdo, entraré. Pero tú vienes con migo. – Volví a mirar atrás y pareciera que ahí fuera la gente no perciba el transcurso del tiempo. Están dormidos en aquel rezo que comenzó hace unos instantes.

Decidida empujé aquella chapa pesada a la que le costó ceder un par de centímetros, pero luego se abrió como una flor.

Oscuridad. En aquella sala las gotas del techo caen a su antojo. Se oyen sus chasquidos contra el suelo húmedo produciendo un eco confuso entre las tinieblas.
  • Realmente necesitamos luz ahí dentro. Es imposible ver nada.

Los reflejos al parpadear o cualquier síntoma producido por la “Bella Dama” se han esfumado. Después de semejante purgante me siento como nueva. Detrás se esfumó por el túnel su figura medio encorvada en busca del fuego. No hace ruido casi al caminar ni al saltar de nuevo al suelo de la bodega a pesar de la considerable altura. Es ciertamente ágil, a pesar que su edad aparente cualquier otra cosa.
Al poco la lumbre vuelva guiada de su mano cegándome un instante mientras se acerca.

  • Por fin hemos llegado al fondo del poema. – Oí decir al amigo sonriente mientras me ofrece galante el paso y el candil. Tomé la luz y la acerqué al interior de ese lugar.
  • Qué es esto… - El suelo, a pocos centímetros de donde nos encontramos muestra unas raras columnas talladas también en la piedra viva toscamente junto a algo que parecen asientos, bancas rudas que brotan del mismo suelo, igualmente de pura roca.
  • Con cuidado atravieso el pequeño marco metálico. La llave quedó inserta en mitad de la puerta por un hueco imperceptible.
  • No permitas que se cierre la puerta, por favor. – A lo que él asintió con un gesto y quedó en mitad de dos salas curioseando alrededor, siguiendo las directrices del foco y su portadora mientras me adentro entre aquellos gigantes de piedra.
  • Vuelvo en un instante. – Sonreí y seguí la marcha un poco nerviosa, aunque no es precisamente la oscuridad lo que me da miedo...

El frío aquí resulta agradable después de estos días soportando el sofoco de esta tierra cálida y tan húmeda. Aquello no tenía el techo muy alto, plano, donde las gotas han labrado su camino hasta el suelo, pero haría falta una escalerita de todos modos para llegar arriba. Aquí ha trabajado mucha gente. Esto debe tener unos veinticinco, o treinta metros de largo. Toda una proeza tratándose de roca viva. Bien puede ser esto unas de las pequeñas rarezas de la edad de oro española, tosco y sencillo, puro incluso. El volumen de roca que sacaron es bien considerable, puede que alguna ampliación posterior del castillo la haya sido fruto de esta excavación hacia…

Un momento…”

Esto parece una iglesia, dentro de las entrañas mismas del castillo, pero ningún símbolo cuelga de las paredes, ni del techo, ni…
Al fondo hay un ábside empotrado a la mesa del sacerdote y las bancas hacen un semicírculo alrededor. Una pequeña nave de crucero atraviesa la principal mostrando una pared lisa en cada uno de sus extremos, igualmente nada de decoración, ningún símbolo. Nada.
Estoy frente a un altar rústico, sin más detalles que el propio cubo que es en sí mismo, pegado al muro del que forma igualmente parte como el resto de gordas columnas.

- Es raro. - Susurré. Quien preside el rezo suele colocarse detrás.
Rodeándolo unas hornacinas pequeñas con restos de cera son lo único que destaca en este espacio semicircular.

  • ¡El suelo! – Grité. – Entre las bancas hay algo escrito.
Me acerco para ver de cerca pero no entiendo lo que dice.

- Esto lo tienen que ver todos


Ya de vuelta en el tonel, con la gente aún medio hipnotizados expliqué qué había visto y detallé lo que recuerdo de las letras. Creo que Bao Ling es quien deja realmente calmadas a las personas, lo que explica cómo domaba sus leones… y cualquier fiera.

Atrancamos la puerta para que no se cerrara con nosotros dentro y fuimos directos al altar donde aquellas letras talladas rubrican el suelo.

  • Eso es latín… - Dijo el gitano.
  • Abrir…, levantar…, piedra…
  • ¿Sabe usted latín señor Negro? – Pregunté incrédula.
  • No. Pero algo se me queda de oír la misa desde pequeño…
  • Cierto… es latín. – Comentó Jorge. – Es posible que haya un diccionario en aquella biblioteca polvorienta, así que vuelvo en un santiamén.
  • ¿Le acompaño señor? – dijo Émerson más cordial que nunca. Parece feliz. Se siente contento de tenernos allí y de que le estemos ayudando a desvelar el misterio de su castillo. Los dos, en realidad. El otro por los acertijos y la aventura, como un crío…
  • “Levántate roca y …” no. “Soy… Estoy ahí…” – El señor negro sigue uniendo piezas del recuerdo infantil para armar aquel puzzle, mientras el resto deambulábamos por aquel espacio preguntándome el porqué de aquella creación tan singular. Haber traído un castillo desde Europa para esconder debajo esta cripta sin tumbas, y el significado de esas palabras, qué tan trascendentes habrán de ser para dedicarles tanto esfuerzo y sacrificio.

Allí podía reunirse bastante gente, pero me da la sensación de que nunca se encontraron aquí más de siete personas, uno por cada una de estas bancas de piedra. Las letras quedan sumidas a los pies de los invitados fácilmente legibles para todos.

  • “Levanta una piedra y me encontrarás, parte un tronco y allí estaré.” Algo así es lo que dice la segunda línea.
  • Muy bien señor Negro, pero qué significa esto último. – Preguntó Luzía sonriente señalando el suelo, donde al final de los versos tres letras descansan en el centro, justo a los pies de la banca central.
  • “X” “T” “O”… No tengo ni idea. – Comencé a mirar alrededor percibiendo las dimensiones reales de aquel lugar. El espacio es bien engañoso. Desde aquí en la cabecera queda desenmascarado el engaño visual. Realmente es mucho más pequeño de lo que en principio me pareció, mucho más íntimo. Quizás los maestros de este recinto hayan utilizado antiguos trucos de teatro, un trampantojo, típico de los corrales de comedia de un par de siglos atrás.
  • Huele a flores. – Comentó quedamente Bao y es cierto, pero con los hedores alcohólicos que emanan de mi ropa nunca me habría percatado sin ayuda. Además, no sólo huele a flores, si no que aquí el aire es extrañamente puro, a pesar de que la última vez que se cerró esa puerta a manos de aquel señor que desheredó a su hijo, fuese hace unos cincuenta años al menos. Tal vez tenga un respiradero que dé a parar directamente al campo, allá arriba en el techo.

  • ¿Qué tal vas Negro? – Dijo Luzía.
  • No muy bien. Alguna palabra suelta… pero poco más.

Al poco rato, por fortuna, llegaron Émerson y Jorge Marcos con un enorme libro, pan y queso en las manos.

  • Hay algo en latín que sin ser un diccionario nos puede ayudar a traducir este galimatías. – Y alzándolo con ambas manos dijo graciosamente.
  • ¡La Biblia! Algunos pasajes casi los sé de memoria, y seguro que entre todos podremos sacar el significado completo de los versos.
  • El señor Negro ha traducido uno de los versos. – Comenté. El cuenta cuentos se volvió a mirarlo curiosamente sorprendido y alegre.
  • ¡Fantástico! ¿Y qué línea es?
  • Esa. – Señaló la segunda.
  • ¿Qué decía, señor Negro? – Volví a preguntarle. El se puso en situación, con un leve toque de orgullo por conocer algo que los demás ignoraban. Parecía un niño contento de ayudar a sus padres.

  • Dice algo así; “Levanta una piedra y me encontrarás, parte un leño y allí estaré.”
  • Cierto… - Murmuró Jorge. – Creo que podremos traducirlo en un rato.


Poco a poco se deshilvanó el poema casi por completo, hubieron cosas que quedaron en el aire pero en base parece una enseñanza sacada de la Biblia, aunque no aparece semejante cosa por ninguna de sus hojas ni nadie recuerda un pasaje parecido.


- Pero seguimos sin saber qué significa esto. – Luzía volvió a señalar las tres letras del final; “X” “T” “O”.
  • Dios míos… - Susurró Jorge.
  • No es posible… - Con la cara pálida fue acercándose a las letras que , al parecer se le habían pasado por alto. – No puede ser.
  • ¿Qué le pasa señor Jorge?
  • Creo… creo que si esto es lo que creo que es… ¡Dios mío! Esto tiene que darse a conocer.
  • Explíquese.
  • Creo son las palabras del mismo Jesús… ¡el evangelio de Jesús tallado aquí mismo! “XTO” no es más que la abreviatura latina de Cristo…

Bao Ling fue el primero en hacer una reverencia dirigida a las letras del suelo. Seguro que hasta él, habiéndose criado en una cultura totalmente ajena al influjo de Roma conoce la historia de Jesús y su repercusión en nuestra historia. Tras esto se hizo un largo silencio roto sólo por el gitano.

  • Bueno, pero aunque sea cierto lo que tenemos para demostrarlo es una carta con un poema caótico, y esta cripta, que a saber de cuando será… ¿Tu crees que alguien más se va a tragar esa historia de los Templarios y que tenemos aquí el evangelio de Jesús…? Es más, ¿crees que este fue el secreto que tanto guardaron y que les confirió el poder que dijiste…?
  • ¿Por qué no? La iglesia de la época y la actual se ha basado en crear una dependencia entre dios y el pueblo con un intermediario que es el sacerdote como único interpretador de la Biblia y un recinto en el que está el teléfono que tiene línea directa con el cielo…
  • ¡Comunista! Blasfemo… - Rugió el joven desde el fondo.
  • Tranqui “parse”.
  • Gracias… Negro… (“Un venezolano defendiendo la iglesia… ¡A qué tipo de cómica ironía vamos a llegar!”) Me explicaré mejor. – Tosió aclarándose la voz antes de seguir.
  • Será fácil hacer entender al visitante que en esta peculiar iglesia no “caven” dichos intermediarios, que se suelen colocar tras el púlpito. ¡Está colocado adrede pegado a la pared! No es casualidad. Lo segundo, eso de que hace falta un lugar específico para adorar a Dios se desmitifica, precisamente en los versos que tradujiste.
¿Para qué ir al frío y oscuro recinto si dios puedo hallarlo en “una piedra, en un leño”,… en cualquier materia de la creación?

  • Si me permite… - Pidió educadamente Bao Ling. Nos volvimos todos prestos a escuchar la explicación del oriental.
  • Eso que dice corresponde con dos filosofías, más cercanas a mí que la actual que estamos tratando. Soy budista. El budismo propone que El Maestro, “El Buda” está en todo lo que nos rodea. Todo enseña si sabes aprender de ello. - Hizo una pausa que nos dejó a todos en vilo aguardando sus palabras.
  • Lo segundo es que el Islam también ha levantado grandes templos, igualmente el Budismo. Pero no es obligación ir allá para rezar, sólo recomendable. También hay otro concepto importante intrínseco en las palabras del suelo que trascienden para estas dos religiones. Lo “efímero”. En base a este pensamiento se levanta, en muchos aspectos, cada construcción, la de Cristo trata de perdurar con sus piedras.
La mayoría de lo nuestro es material de baja calidad que hay que restaurar cada cierto tiempo, lo que nos recuerda que nada es perdurable, solo el Buda.
Quizá este pensamiento nuevo acerque un poco más las posturas de estas religiones…

Estoy junto al auditorio pasmada. Este señor tiene realmente el don de abrir la boca y parar el tiempo, de respirar y calmar los mares. Da igual lo que diga o haga. Es la primera vez que escucho hablar tanto a ese hombre hermético. Sin embargo algo cambió. Los semblantes giraron a una estado de alerta. Es Luzía…

  • No quiero ser una mala niña, pero debo recordar que aquí alguien predijo algo en casa de doña María. Y si lo dicho por el señor Negro resulta ser cierto, esta es la tercera noche que estamos en este país, así que supuestamente no habrá barcos si esperamos a mañana.
  • ¿Irnos? ¿Estáis locos? – tronó la voz del panzudo colombiano Jorge. - ¿Tenéis idea de lo que significa este lugar, estas letras…? – Su voz se fue apagando al ver la escasa complicidad de las miradas. Sólo uno de los aquí presentes parece contento con su oposición a la marcha. El silencio se hizo en la sala, roto sólo por el más tímido.
  • Señor Jorge, si lo desea puede quedarse cuanto quiera en la habitación de mi padre… - Comentó el chico al que se le advierte una ilusión contenida por no estar solo en aquel lugar. Jorge se volvió a mirar a sus sonrientes compañeros conscientes todos de su decisión.
  • Gracias Émerson, pero llámame Jorge, sin “señor”. No soy tan viejo. – Dicho esto brindó un guiño al gitano que no entendí muy bien, pero éste se rió bastante.
  • Al final serás igualmente un Templario, “Jorge Marcos De Lunell.” – Comentó con sorna el gitano. Sin embargo aquellas palabras no hicieron más que hinchar el creciente orgullo de aquel.
  • Trataremos de ser dignos guardianes de la palabra… Por algo estamos aquí ¿No es cierto? – Miró al joven visiblemente contento de semejante compañía. Un cuenta cuentos, nada menos.
  • Y se cumple entonces la predicción del gitano, “No todos llegaremos a Colombia”.

Dijo Bao Ling mientras comenzábamos a despedirnos de nuestro compañero y de Émerson en aquel lugar tan especial, cercano al menos a lo sagrado. Entonces aquellas palabras que escuchamos esa noche se referían a los que emprendimos ese viaje, no incluía a los dos que se quedaron en la casa de María; Joao y Dominique.

Hay cambios en la vida del joven, una nueva y menos ambiciosa compañía que la de su padre, por lo que había dicho de él.
La nueva pareja nos acompañó a la puerta del castillo desde la que bajamos acompañados por una débil llovizna y claros de luna que aún tintan de un hermoso tono amarillo los pasos de vuelta al auto. Allí rebusqué en mi equipaje unos pantalones decentes rogando a los dos hombres un poco de intimidad para cambiarme de aquellos harapos colgantes, pude devolverle su camisa a Luzía que no aceptó la que le ofrecí. Sus motivos tendrá. Echo esto abandonamos definitivamente el castillo y sus secretos rumbo, de nuevo al Oeste, a Colombia.





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  • ¿Realmente serían esas palabras el … evangelio de Jesús? – Pensó el negro en voz alta mientras conducía a toda velocidad en una carretera bien asfaltada por el estado de Trujillo, en el departamento de Miranda.
  • Puede ser… - Comencé a decir desde el asiento de copiloto. – De todos modos ha sido increíble conocer a ese chico y su castillo. Aquella presencia fuerte que moraba por el espejo, una carta con secretos de otro tiempo, la cerradura que ya os he contado, la iglesia subterránea… y esas letras que tan contento pusieron a Jorge. Rubricadas supuestamente por Jesús. – Quedamos un rato en silencio.
  • Desde luego ha sido del todo increíble, como lo será el resto del viaje. – Comentó la chica. – Y en ese lugar… se sentía una paz bien particular ¿no creéis?

Retorna el silencio que permaneció largo rato para reflexión de cada uno de los viajeros. Si lo que dice Jorge es cierto esas letras podrían hundir a la iglesia de Roma y su jerarquía. Podrían cambiar nuevamente el curso de la historia occidental, cosa que el vaticano no permitiría, probablemente. Espero que aquel lugar se mantenga en una relativa discreción en sus manos.

Ahora entiendo una cosa que dijo Émerson. Es sobre el señor al que sirvieron y sus lugares y hábitos en la casa. Se lo encontraba vomitando en la bodega alguna vez, no decía que estuviese borracho, tal vez probando del purgante jugo, pero si Jorge estaba en lo cierto en la preferencia de los Templarios para que sólo afecte en las mujeres aquel noble señor habría estado tragando en vano durante años quizá.
Quien sabe de donde le vino esa idea, si de la propia casa o por demencia. Cierto es que el gitano tomó como yo y no tuvo visión alguna, la cual pude hasta dejar plasmada en un dibujo que aún descansa en la mesa de aquella bodega con todo lo demás… Demasiadas coincidencias…

  • Creo que la razón no cuenta para encontrar esa respuesta que busca usted, señora Sophie. – Dijo Bao. – Tienes que sentir.

Nadie dijo nada hasta llegados al primer cartel indicando el lago Maracaibo, que estaba tan sólo a unos veinte kilómetros. Ruta continua en una llovizna suave y continua… las cuatro y media en mi reloj. Entonces habíamos estado seis o siete horas ahí dentro de la casa averiguando su trama. Tiempo récord. Pero cuando las cosas se dan fáciles para que salgan bien, cuando todo se pone de acuerdo sólo hay que asentir y seguir.

  • No falta mucho para que amanezca. – Dije. – Hay que encontrar un embarcadero para cruzar al otro lado.

Las carreteras de la bahía eran hermosas, coloridas. Las olas rítmicas chocaban en la orilla suavemente, casi sin hacer ruido. Testigos mudos de tiempos mejores, apiñadas en racimos casitas de pescadores, de las que salen algunos a estas horas a faenar junto a sus playas llenas de palmeras.
En algunas hay luces tenues que exhiben golpes latinos a ritmo de salsa bajo techados improvisados de palma de coco, donde alguna pareja se aparta para jugar con la intimidad del amor, lejos de las puertas por donde asoma algún curioso atento del flamante y extraño automóvil blanco y de sus ocupantes al pasar.

Un viejo en una mecedora de un porche observa incrédulo como se detiene el vehículo a sus pies. Un candil en la entrada y unos leños iluminan el contrastado escenario, donde gotas difusas en el aire y el humo se evaporan, haciendo crujir la madera mojada.
Desde la ventana otra figura dentro de la casa otea con curiosidad las intenciones de esos intrusos. Por su altura parece un niño pero los reflejos de la lumbre sobre el cristal distorsionan su contorno.
Bajé la ventanilla y me quedé mirando al viejo mulato.



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Señor Negro


  • Disculpe señor. – Comenzó a decir Sophie. – Queremos un barco para cruzar el lago.

El silencio del anciano se dilató unos instantes. Comenzó a mesar su larga barba canosa.
  • Es posible que esta mañana no salgan barcos señora. Al menos hasta dentro de unas horas.

El amanecer es inminente. La luna aún brilla sobre las inmensas aguas del lago pero ya, desde un punto perdido en el horizonte las primeras claras sortean las sombras para dar paso a un nuevo día.
  • Dónde podemos encontrar un embarcadero señor. – Pregunté desde atrás bajando la ventanilla para no tener que gritar demasiado, sin perder de vista al impasible hombre delgado que comenzó en su vaivén de la silla. Va descalzo mostrando sus negros pies. Alzó un larguilucho brazo, seguro curtido por cientos de batallas y más robusto en otro tiempo indicando el camino del que veníamos.

  • Hay un cruce, lo tienen que dejar a la izquierda y seguir pegados al ladito del agua. Al rato van a ver un letrero a la derecha… Por ahí descargan los cargueros. Está más cerca que el del doctor Gregorio. – Al ritmo de estas palabras volvió a mover el brazo en el sentido contrario, la que nos dirigíamos. Vinimos por el cruce que indicó pero por la escasez de indicaciones vinimos por aquí.
  • Muchas gracias señor. Buenos días. – Dentro del coche nos quedamos con una sensación extraña de resignación ante las indicaciones de aquel hombre y dimos media vuelta por la vía hacia el embarcadero de carga.

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Después de algunas preguntas y un habitual e imprescindible regateo en las tarifas convencimos a un tipo bajito que accedió a llevarnos a la ciudad de Maracaibo, que está del otro lado, por un precio razonable y aunque quise pero no me dejó pagar la señora Sophie. No insistí demasiado, de todos modos. Ya me he dejado una pasta por el vino ese del baño…

Apoyado en la baranda del barco busqué en el bolso uno de los billetes todos de cien dólares que aún alfombraban el fondo, nuevos pero arrugados.
Tienen un dibujo de un edificio imponente y el retrato de un viejo serio al otro lado. Luzía a mi lado sonríe curiosa. Le tiendo el billete y se lo lleva saltando feliz, como si le hubiese dado algún juguete. No importa lo que hiciese con aquel dinero, confío en ella. Igual me queda un buen fajo, por lo que pueda pasar en Colombia.

Mis vista se pierde en un horizonte cercano por encima del agua, en el reflejo de la inmensa vegetación que parece latir desde lo profundo, y en cada latido una nueva bocanada de vapor sube a los cielos escapando de esa eterna manta verde para que nazca otra nube. El fresco tibio se aleja dando paso al bochorno húmedo.
Imagino a “primitos” saliendo de la madre patria herida y se aventurasen por entre la foresta agreste y salvaje, lianas y animales desconocidos saliéndoles al paso. Si alguno más llegase aquí seguro hacía de esta madre verde su nueva patria… Y dejarían de ser errantes por fin.

Dibujé en las nubes campamentos de gitanos en medio de aquellos vergeles donde todo crece, buenas cosechas y pocas plagas para el tomate y la papa, que según dicen es de aquí. Inmensas hogueras al ritmo de guitarras que a esta hora realmente se calientan, y zapatazos levantando polvo del barro.
Pensé en Joao, el portugués, haciendo negocio con los marineros para llevar vino a los campamentos a cambio de unos trucos de mano que me enseñó en la bodega para amenizar nuestro encierro.
Me vi a mí mismo encontrando un paraíso de frutas y mujeres bebiendo el agua de los mismos arroyos que amamantan este lago.

De nuevo Luzía se me acercó sonriente ocultando celosa y pícara las manos pretendidamente tras la espalda, y como una bella sorpresa sacó de su escondrijo las manos para mostrarme que aquel billete que le di se ha transformado en una bella flor de papel verde. ¿La habrá hecho ella?

  • No, señor Negro”. – Apareció aquel precioso tono de voz en mi mente que comenzaba echar de menos mientras ellas señala al otro lado del barco, por encima del coche, donde Sophie y Bao charlaban dados de la mano junto a la barandilla blanca y roja.

  • Es preciosa. – Susurré.
  • ¿No es cierto señor Negro?
  • Me encanta niña. La hizo Bao Ling, ¿Verdad? – Asintió con la cabeza. Entonces le coloqué el tallo en uno de los lindos rotos que floreaban su remendada camisa. Se fue saltando por cubierta dándole vueltas al coche amarrado y exhibiendo orgullosa ante todos aquella flor de papel.

Recuerdo aquella mujer negra que nos abrió la puerta de la bodega en aquel barco y el taco de billetes que le dejé al final de los peldaños. Es posible que los haya cambiado en un banco o vete tu a saber qué… a lo mejor se inventó la historia de un fantasma (generoso) que desordenó la bodega. Vino por los suelos, cáscaras de plátano amontonadas con rabos de manzana… o la historia de un duende que acalló al posible delator después de echa la trastada.
Espero disfrute la “guita”. Pero seguro que no como lo está haciendo Luzía, que ahora le acerca a una señora la flor dándole a probar el aroma con su preciosa sonrisa.

Ignoro donde nos lleven estos pasos venideros, pero seguro será a buen puerto. Hay gente especial con la que compartirlo. Por ahora el haber llegado a tierras tan lejanas había sido una auténtica caja de sorpresas, hasta el momento todas gratas… tanto como increíbles.

El encontrar la casa de María y lo que allí de diría a cada uno, las cosas que dije por la noche en aquel estado, la marcha en la que nos hallamos sumidos y el castillo… con Émerson y los caballeros de los que tanto habló el gracioso cuenta cuentos…, la “Bella Dama” y la iglesia de piedra… Realmente hemos caminado cuatro días, contando este que comienza y no han parado de ocurrir historias de cuento.

Al otro lado del barco Toma la otra mano de Sophie, galán, para ayudarle a ver las olas contra las que choca el barco en su ir y venir y una señora sonríe al darse cuenta de que lo que lleva oliendo un rato es una flor de papel que ya corre sobre la madera para darle a probar su perfume a otro de los que, como nosotros, tratan de alcanzar la otra orilla.

María es una señora que deja huella, sin duda, alguien que ha vivido también una gran historia desde sus inicios en África y el trágico abandono de su pueblo hasta atravesar medio mundo por un sueño…
Dijo que su hermana terminó apareciéndosele en sueños y a partir de ellos fue que decidió, valientemente dejarlo casi todo en Francia y venir aquí con su hijo. Me pregunto qué aspecto tendrá, si será mayor o más joven que ella, y qué buenas nuevas tendrá para este grupo tan raro que venimos formando. El domador Chino Bao Ling, la intrépida señora Sophie, Luzía con su “voz especial” y yo mismo, sin camisa y con los pantalones rotos hondeando en la mañana.

Al menos algunos han ido encontrando un hogar en esta andanza, como Joao, Dominique y Jorge, defendiendo y difundiendo un mensaje desde el castillo “Siempre se puede”.

Quizás también encuentre mi sitio en algún rincón de esta selva, algún día, porque ahora volver a España no es seguro para ningún gitano. Tal vez regrese algún día pero no por ahora.
Cuando vuelva seguirá abierta por años “La moderna” y la taberna “Petra”, donde pediré un Pedro Ximénez de bota y salir a repartir voces por las calles con los amigos hasta que amanezca, los que queden al menos, los de siempre…



Un golpe me sacudió haciendo que el barco se elevase sobremanera por encima de las olas. Pude agarrarme con dificultad a la barandilla pero igual terminé por los suelos.
No oigo nada, sólo un zumbido estridente. Mareado sólo veo humo por todos lados. Algunos gritos comienzan a llegar a mis oídos por encima del chirriante sonido dentro de la cabeza y chapoteos en el agua avisaban de un inminente hundimiento. La costa está demasiado lejos cuando el barco comienza a inclinarse aún en marcha, la popa comienza a fundirse con las azules aguas del lago.
Latigazos de cuerda rompiéndose liberan al precioso coche blanco directo a una zambullida en las profundidades de lo desconocido.

- ¡Nos hundimos!

En su trayectoria el vehículo arrastra a varios tripulantes perdiéndose en un instante en las aguas bajo la matrícula extranjera. Estoy sangrando, por algún lado, pero no siento nada. No veo a Luzía y el barco se inclina cada vez más… y no sé nadar…
Desde la explosión tengo un regusto a sal en los pulmones. El humo se cuela por todas las rendijas de madera elevándose rápido y cubriendo todo de cortinas blancas.
Paquetes flotan entre cuerpos buscando asidero mientras otros ruedan sobre cubierta buscando las olas. No veo más que una pareja al otro lado del barco sujetos como yo a la baranda. La niña tampoco aparece en el agua. No siento su voz en mi cabeza, sólo aquel zumbido ensordecedor, su preciosa voz brasileña, no hay gritos de auxilio infantiles entre la nube y la maraña de voces.

Resultó ser cierto. Mal lugar para tener razón… Al tercer día de viaje las aguas resultaron ser una trampa… y es mi cara la que está sangrando…

Una luz enorme, una explosión bajo mis pies disuelve en astillas toda la madera. Las siguientes sensaciones son aún más confusas. Noto un golpe contra el agua. Mis brazos y piernas no reaccionan a moverse llevándome tácito a la oscuridad de las algas. Asisto pasivo a ver como la superficie, en pocos segundos va quedando cada vez más lejos de mis ojos.
Llueven pasando a mi lado objetos personales de otros viajeros y trozos de metal en su viaje al fondo seguido de una danza de burbujas que vuelan arriba escapando del peso de las aguas. Al tiempo, uno a uno van esfumándose mis sentidos.
Incapaz de oír nada, tampoco siento los pantalones ni el cinto pegados a las piernas.
Tengo frío.

Mi mochila de tela y cuero sube boca abajo libre de su dueño ayudada por el aire de su interior provocando otra lluvia de recuerdos sobre mí. Envuelto en su papel rugoso la baraja de cartas de Tula se abre paso entre los billetes del botín que nadan como delgados peces verdes en el denso elemento. Libre de su cubierta envejecida se acerca a mi altura el paquete de naipes con los que hace unos días leyese la fortuna, por primera vez a María, y con los que tantas veces mi abuela ayudó a otros en sus males y dolores…
Tomé la caja con ambas manos escapándose de ella una a una las cartas en un baile ingrávido girando alrededor, pero sólo soy capaz de distinguir uno de ellos mientras la oscuridad va haciéndose reina de mi cordura. Hay una dama casi desnuda, bella, envuelta en una corona de laurel con estrellas… Es la última de la baraja…

Negro… mi nombre se apodera de mí percepción y los dibujos coloridos se van alejando a otra parte, a un punto en el infinito de los espacios. Después nada.















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Apología de un recuerdo

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Tengo la sensación de haber tragado todos los mares del mundo, y un dolor de cabeza inmenso martillea las sienes con feroz insistencia.

  • Tierra. – Dijo una voz a mi lado. Me froté los ojos desperezándome de la siesta. De un salto me agarré a las barras de metal que atraviesan el techo de la bodega, por la que se cuela entre la rendijas una débil luz del atardecer. La voz es de Joao. El feliz polizón que luce una gran sonrisa tras su bigotudo rostro.

Un concierto de graznidos de inconfundibles gaviotas acompañan a la luz en su camino a mis sentidos, mientras dos amigos se funden en un abrazo rumbo a la libertad.
Nos miramos sonrientes como niños que resuelvan una adivinanza después de mucho tiempo luchando por resolverla. En un instante Joao se puso serio, puso sus manos en mis hombros y en una mueca pícara que oculta una sonrisa me dijo:

- Esta vez, gitano, lo vamos a hacer mejor.



Soy reacio a los iconoclastas
Pero no puedo dejar de crear iconos.

Soy lo que me rodea

¿Estas son las conclusiones que querías sacar dando tumbos por la casa..?

Al amor no se le responde con “gracias”
Se le responde con amor




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